Hay un calor que evapora incluso los adjetivos para describirlo. Un calor que no da golpes: sino zarpazos: un calor que araña y lacera. La llovizna únicamente lo empantera; sólo se apacigua cuando las nubes tienen misericordia y no se andan con cuentos. Entonces, la brisa sopla y las palmeras bailan con ella. No hay atardeceres más bellos que los de Yucatán después de una lluvia, presumimos.
Y es que esos atardeceres no sólo traen el bálsamo del viento: nos regalan los recuerdos de nuestra infancia y de la infancia de nuestros padres y abuelos, que se transmiten al atardecer en mecedoras, en momentos que, en nuestra memoria, son igual de refrescantes; la lluvia en Yucatán es una máquina de nostalgia.
Entonces, mi papito mandó prender los faroles y montó guardia toda la noche, esperando a la gente de Felipe Carrillo Puerto y darle el amparo que le hubiera salvado la vida… Nunca llegaron y a Carrillo Puerto lo fusilaron, narraba la mujer, que rozando los noventa aún le decía papito al bisabuelo de los niños que la escuchaban.
El padre de la mujer era un juez de proporciones enormes, con manos que doblaban doblones de oro, pero entre sus funciones no estaba el fulminar amparos. Sin embargo, en los atardeceres de Yucatán la realidad es veleidosa, y todo puede ser posible, incluso que un héroe salga vivo de una ratonera y huya con el amor de su vida.
En ese hechizo participan todos los sentidos: De los olores de las flores y de la tierra mojada, epidermis ligera de lo impenetrable, a los colores del infierno que se refugian en las nubes, respetando la tregua que ha anunciado la lluvia; los mensajes del viento se transmiten como caricias y se saborean como helado de coco.
Las secciones de sucesos de los periódicos publican notas protagonizadas por fuereños o forasteros, y el tráfico espanta el pasado para transportarnos al presente, totalmente distinto, totalmente igual. Rechinamos los dientes, serruchamos nuestro silencio diciendo huach, mientras nuestras hijas y nuestros hijos le dan la bienvenida a los recién llegados, los adoptan, y les dicen tías y tíos.
Ellos, al principio, no entienden el embrujo de las tardes de Yucatán, pero a los pocos meses lo comprenden y se dejan llevar con la primera lluvia. Es entonces cuando ya no nos importa el lugar de origen, sino el de destino; es entonces cuando el lugar en el que vives se convierte en un estado de ánimo. Y el de Yucatán sólo es equiparable con el de la felicidad.
Todo eso lo recordamos el lunes pasado, en la mañana, cuando una tela inmensa, de 24.5 metros de largo por 14.5 de ancho, comenzó a ondear en el norte de Mérida. Nadie de nosotros había presenciado ese vuelo inmóvil, de papayo gigante, ya que la única vez que fue izada y bailó con la brisa rápida yucateca fue el 16 de marzo de 1841.
Por la tarde de ese lunes cayó un aguacero, y más de uno de esos recién desembarcados se sentó y comenzó a relatarle a sus hijos historias reales e inventadas; estas aguas de agosto fueron, para muchos, un bautizo. En el asta ondeaba nuestro estado de ánimo, uno que no distinguió entre los de aquí y los de afuera: todos quedamos dentro.
Aún sin viento, la alegría sigue moviendo la cola, animada por los suspiros que provoca la memoria; la felicidad de tener ahora más excusas para levantar la mirada y de sentirnos orgullosos de lo que fuimos, somos y seremos. Eso es vivir en este Estado de ánimo. Esto es Yucatán.
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