Observa los colores del incendio por la ventana, su único resquicio con la vida; el flamboyán arde, y con él los pocos recuerdos que aún revolotean en su memoria: las últimas mariposas amarillas del pasado. Desde hace años, se incubó el olvido en su ser.
La soledad puso huevos, grandes y lisos, como de bestias prehistóricas, y de ellos brotaron silencios y ausencias. Se marcharon, por ejemplo, los días de éxito, en los que sobresalía en la jungla de aquella generación. El olor del lujo se desvaneció en el yodo.
Las batallas ganadas contra páginas en blanco igual perdieron gloria, y hoy día envejecen en libros que sólo sirven para cosechar polvo: ya nadie recita sus frases, ya a nadie le dan cosquilleos en la nariz el olor de las almendras amargas; el papel se tornó pergamino, junco efímero.
Qué haré cuando todo arde, se pregunta, viendo crepitar al árbol. Lo que se incendia, en realidad, es el recuerdo. La vejez lo lleva a caminar por senderos brumosos, en los que se le pierde hasta su propio nombre. Y, sin embargo, recuerda que ese árbol que arde es originario de Madagascar.
De ahí, un buscavidas que al final encontró la muerte contrabandeó semillas, provocando, siglos después, avenidas consumidas por el fuego perenne. Era robarse el fuego, como Prometeo, o robarse la inmensidad de los baobabs. Delonix regia, susurra, que no sólo araña al cielo con sus llamas sino también taladra la tierra con sus raíces: árbol que escarba para beber magma.
Desconoce dónde está, pero, en esa lucha contra la amnesia, pesca la historia de la primera planta de fuego que taladró la laja de su tierra. Un retoño de Florida a cambio de hijos de henequén y una orquídea de mangle. Los primeros fueron a parar a Mozambique.
La orquídea, parecida a un rayo de luz, minúsculo relámpago, aún centellea en un invernadero, en donde varias generaciones la han cuidado como una reliquia. Tiene ya dos siglos, pero cada vez que florece ilumina el recinto. Sus propietarios, bisnietos del botánico que mercadeaba con flamboyanes, no saben que esa flor ya es la última de su especie. No lo saben, pero lo sospechan.
A esa enredadera de recuerdos, a los que se aferra como si se le fuera la vida en ello, irrumpe otro hombre, mucho más joven pero con los mismos rasgos. Hola, le saluda. Intoxicado por los olores de sus únicos recuerdos, tarda en responder: Hola.
A eso se reduce la conversación. Para qué hablar, si me habla con su mirada, justifica el visitante, quien se ata al consuelo que el otro lo reconoce. No sabe que, la mayoría del tiempo, sus instantes juntos se le escurren del alma. Si él mismo no se reconoce, ¿cómo reconocer a quien tiene enfrente?
Sin embargo, como la orquídea, el pasado se abre, y el viejo ve en el visitante a su hijo, y ve en él también a su otro hijo, los ve a los dos, y se ve él. Hola, repite, y se disipan por un instante las nubes de sus ojos: una mirada despejada, como ese cielo que se cuela por la ventana abierta.
Ese instante de lucidez robado a los años compensan las décadas de olvido. La vida nos tomó desprevenidos, rumia, al despedirse, el hijo, envidiando la eternidad de las orquídeas.
Ya afuera, se detiene junto al flamboyán, y recuerda las historias que su padre le contaba, cuando él era niño, sobre traficantes de semillas. El alma marchita de ser testigo del olvido entonces florece con esos recuerdos. De la ventana de la casa vuela un dulce olor a flor.
Lea, del mismo autor: Las calles de Filafetty
Edición: Estefanía Cardeña
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