Las tareas de seguridad pública han sido, a través del tiempo, un desafío para las autoridades. Desde que la organización de las sociedades comenzó a especializarse fue necesario crear cuerpos dedicados exclusivamente a la defensa en caso de ataques por parte de otros grupos, y también para controlar a quienes fueran percibidos como una amenaza interna. A lo largo de los siglos, y según la cultura, han sido objeto de distintas valoraciones.
Apodos generalizados han ido y venido. Algunos, por el color del uniforme, han sido llamados “azules” o “tamarindos”. Los “judas” solía ser el sobrenombre de los denominados “judiciales”, con la malevolencia de referir también al discípulo que traicionó a Cristo. “Bacinicos” fue también el modismo para referirse a los primeros cuerpos de motociclistas, por la forma del casco que utilizaban.
Pero los cuerpos de policía profesionalizados son relativamente recientes. Durante el siglo XIX y por lo menos la mitad de la centuria pasada, ingresar a los cuerpos de seguridad solía verse más como una vía de escape de la miseria que de una de acceso al ascenso social.
En el semanario El Padre Clarencio, que de 1903 a 1909 circuló en Yucatán, principalmente, pero también formó parte de una red de publicaciones del Partido Liberal Mexicano, organización dirigida por los hermanos Flores Magón, y luego del Partido Nacional Antirreeleccionista y fue vocero de la causa de Francisco I. Madero, encontramos varias caricaturas que hacen referencia a la situación de los policías; a veces sobre cómo eran formados, pero en otras como responsables de abusos.
Una de las caricaturas mencionadas apareció en la portada, el 19 de noviembre de 1905. En ella, un grupo de tres policías cuyos rasgos incluyen color de piel cobrizo, cabello negro y lacio, bigotes poco estilizados, aparentan recibir una instrucción de un personaje no identificado (posiblemente el jefe político de Progreso en esos años), vestido de traje oscuro, corbata adornada con fistol y largos mostachos. Más que una orden, se les recuerda “Ya lo saben ustedes: están terminantemente prohibidas las reuniones de más de uno”.
El título de la caricatura, firmada por L. S. Caro, un ilustrador del cual no existe registro de su nombre real, es un juego de palabras: “No es lo mismo el progreso de la policía, que la policía de Progreso”.
A pesar haberle dedicado la portada, el número correspondiente no menciona alguna situación que ameritara mencionar a la policía porteña. Sin embargo, la explicación se encuentra en la temporalidad: Apenas dos semanas antes habían tenido lugar las elecciones en las que Olegario Molina Solís resultó reelecto por unanimidad de votos. Es decir, ningún ciudadano osó siquiera anular su sufragio o dárselo a un candidato no registrado.
Sin embargo, la actividad antirreeleccionista, de la que El Padre Clarencio había sido parte importante y por ello su director, Carlos P. Escoffié Zetina, se encontraba recluido en la Penitenciaría Juárez, junto con el abogado Tomás Pérez Ponce y otros partidarios de la no reelección de Molina, y muchos de ellos llegaban remitidos de Progreso. Sin poder escribir, posiblemente Escoffié pudo hacerle llegar la idea al caricaturista a través de su esposa, Margarita Carrera, quien mantuvo a flote la publicación mientras su cónyuge se encontraba en la cárcel.
Eso sí, en el semanario hay apenas un párrafo que menciona los resultados de la represión de varias corporaciones policiacas municipales, a las que correspondió perseguir a los antimolinistas: “La Penitenciaría ‘Juárez’ siguió dando alojamiento a más y más antirreeleccionistas y fueron traídos de Progreso, de Valladolid, de Kanasín y de otras localidades varios de los más entusiastas propagandistas de la no reelección los cuales guardan prisión todavía algunos de ellos con tales extremos que entre la misma Penitenciaría se les tiene en riguroso aislamiento”.
Y eso que ni existía Comisión de los Derechos Humanos, ni los policías se instalaban en retenes.
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