Entonces tenía treinta y siete años. Nunca había fumado, comía regularmente bien y corría medios maratones; pesaba 68 kilos. No sabía aún que en su interior germinaba un cáncer que en cuestión de semanas ocuparía el 80 por ciento del espacio de su estómago. La campaña de acoso y derribo comenzó en sus vísceras.
La única alternativa que encontraron los médicos fue extirparle completo el estómago, arrancar de tajo la malayerba, lo que se realizó en dos cirugías, una de trece horas y otra, un día después, de seis horas. Estas operaciones no garantizaban la sobrevivencia del paciente.
Era un volado. Aún así, despertó de las cirugías, ya con el esófago conectado directamente con los intestinos; el estómago infestado de muerte yació en un recipiente de metal. La batalla contra el cáncer continuó con ocho cañonazos del veneno de las quimioterapias durante seis meses. Un año después, pesaba ya sólo 48 kilos.
El cáncer no sólo le restó órganos y peso: también le quitó la sensibilidad en manos y pies, las temidas neuropatías. En el diario de su enfermedad, recuerda que, sin la sensibilidad, le costaba mucho escribir, tanto en computadora como a mano.
”Tengo que ver tecla por tecla lo que aparece en la pantalla, y estoy practicando con libros escolares de primaria para que mi nombre sea legible; me esfuerzo en una reunión de trabajo para poder escribir algunas notas que después pueda entender”.
“… veo fijamente el vaso o la taza para poder agarrarla con suficiente fuerza, sostenerla y llevarla de la mesa a mi boca, me despierto más temprano para preparar mi vestimenta, abrochar mi camisa, cerrar el botón del pantalón y abrocharme los zapatos. Todos estos movimientos ordinarios para cualquier persona requieren precisión fina y una enorme cantidad de pruebas para mí”.
¿Cuánto tiempo más podrá vivir? No lo saben ni él ni los médicos; sólo Dios, dice con su testimonio, que no se limita a la bitácora de su dolor. Sus intervenciones son un ejemplo de espiritualidad y de congruencia, que muestran que incluso en los momentos más oscuros de la noche está la esperanza del amanecer.
El salvaje dolor se domó con la sonrisa de sus hijos, en los abrazos que su esposa le daba a su cuerpo sin fuerzas, en las manos de sus padres que le daban la bendición, en el tiempo dedicado a sus hermanos y a sus familias, en el peregrinar por consultorios, en los mensajes de sus amigos.
”Dios nunca me soltó, me acompañó a través de todas las personas que están a mi alrededor y se hicieron presentes de una u otra manera este año, como los buenos samaritanos, ahí estuvieron pendientes del caído, del encuentro del sano con el enfermo, del que necesitaba una mano que lo levantara y siempre la encontró”.
El hombre sin estómago y sin sensibilidad redactó una iniciativa de ley surgida del alma y las vísceras para brindar un apoyo económico a las familias de pacientes con cáncer, la cual fue aprobada en el Senado. ”Quise materializar la lucha personal por un producto legislativo que pueda ser al servicio del bien común”, dijo entonces. Para presentar la iniciativa, un senador solicitó licencia para que su suplente, Juan Pablo Adame Lara, el protagonista de esta historia, lo hiciera. Le bastó un día para hacerlo, y convertir el dolor en esperanza.
”Estoy aquí dando una batalla por mi vida. El cáncer volvió; he sobrevivido a cirugías y a sesiones de quimioterapias, y aún me faltan 13 más, pero no me voy a detener, no me voy a rendir”. Nos imaginamos cómo Juan Pablo escribió el discurso de su efímero paso de cometa por el senado, checando letra por letra, frase por frase, como si, en efecto, la vida se le fuera en ello.
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