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Llamadas de larga distancia

Todas las madrugadas el viejo hablaba con su esposa muerta por teléfono
Foto: Afp

Todas las madrugadas el viejo hablaba con su esposa muerta por teléfono. Lo hacía en una cabina, reliquia de décadas pasadas, y se pasaba horas platicando con ella. Qué había comido, cómo le había ido a sus nietos en clase, el nuevo trabajo de su hijo menor; le contaba sus achaques y sus batallas diarias. Le repetía cuánto la extrañaba. 

Lo descubrí una noche, encerrado en el calabozo del insomnio, en el que me encuentro purgando desde entonces. Al principio, me picó la avispa de curiosidad, y pensé que el viejo estaba loco. Esa cabina, que primero fue de monedas, luego de chips, llevaba sin funcionar la eternidad de un lunes. El viejo se fue antes de que despuntara el alba. 

Ese día, al regresar del trabajo, recordé el episodio de la madrugada y tomé el teléfono: como me imaginé, no daba línea. Alrededor de ese aparato de otros tiempos, una marabunta de garabatos sobrevivía la lluvia y el calor. El nombre de una mujer y su número sobresalían entre esos mensajes prehistóricos, como si hubieran sido escritos un día antes.

La falta de sueño me tomó del cuello, con sus tenazas de cangrejo. Y vi en estos meses de duermevela a aquel viejo acudir a hablar por teléfono, todas las madrugadas, en las horas en las que sólo se oye ladrar a los perros. Había noches en las que la plática parecía animada, y él acompañaba su conversación con la mano libre.

Apuntaba a sitios imaginarios, tal vez mostrando los moribundos árboles del parque, tal vez revelando destinos a los que nunca fue. Hacía reverencias de manco, acariciaba el lomo del viento, golpeaba vendavales extraviados. Conversaba con la voz —de garganta erosionada— y con el cuerpo.

Otras noches pronunciaba muy pocas palabras, en voz muy baja; un ronroneo de automóvil viejo. Alguna de esas veces, creo, incluso lloró. No sé si por algún recuerdo o por alguna premonición, si por el ayer o por el mañana. Esas llamadas de dolor eran pocas, pero siempre arañaban el alma. 

Fue en una de esas noches en la que salí de mi casa, esperé en silencio a que colgara el teléfono y le invité un café. El viejo no se sorprendió al verme y aceptó; fue una plática breve, ya que dijo que tenía que estar en su casa al amanecer para acompañar a su hijo.

No tuve el valor de preguntarle con quién hablaba al ver la lucidez del viejo, que iluminaba toda mi sala. No tuve el valor, pero aún así él me lo confesó. Hablo con mi esposa, que murió hace veintitrés años. Hablo con ella en ese teléfono hace ya varios meses, cuando por casualidad pasé y vi su nombre y su teléfono escrito en la cabina. 

El viejo arrastraba los pies, dejando una vereda en el concreto alfombrado por las últimas hojas de unos árboles tristes. Tenía la mirada ese mar muerto de hojarasca, rumiando sus ausencias. Alzó la mirada y se topó con el teléfono público, y reconoció a lo lejos su letra.

Al día siguiente de esa plática, que no podría asegurar que no fue un sueño, volví a acercarme al teléfono de la esquina. Lo descolgué y lo acerqué a mi oreja: de nuevo, no escuché nada. El silencio total de lo obsoleto. Antes de volver a mi casa, metí los dedos en las ranuras que escupían el cambio, como hacía cuando era niño: Había dos monedas de veinte pesos, de los antiguos.

Una noche en que nubes en las que se cocinaban relámpagos escondían a la luna, el viejo no acudió a su peregrinaje. Ni la noche siguiente, ni la noche que le siguió. El nombre y el número de la mujer se fue borrando, escurriéndose en el metal como lágrimas negras. Mis noches de insomnio se tornaron aún más insoportables, ya sin la pomada de esa plática entre un vivo y una muerta que se extrañan. 

Anoche, en esas horas en las que sólo se escucha ladrar a los perros, el teléfono comenzó a sonar. Un ringrring desterrado por los tonos de los celulares. Salí de mi casa y contesté. ¿Cómo has estado?, me preguntó una voz dolorosamente familiar al otro extremo de la línea. No podría asegurar que no fue un sueño, pero la sentí tan cerca, tan viva que deseo que no haya sido un sueño, que sea verdad. 

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Edición: Estefanía Cardeña


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