Morir y resucitar en un parpadeo; más veloces que Lázaro, sin necesidad del abracadabra de Levántate y anda. En las baldosas de un baño de un colegio particular, un joven, aún despojándose de la crisálida de la niñez, deja que otro le oprima el pecho con las dos manos; ese dique de dedos desvía el río de oxígeno que se dirige a su cabeza y, por tanto, pierde el conocimiento: el niño convulsiona al compás de las risas de quien le arrancó la lucidez y de otros, uno de los cuales graba la escena.
Este alarde de estupidez no es nuevo. Como todo lo malo, recaló en Yucatán luego de años de hacerse popular en otros lugares; se le conoce como ”knockout challenge”, y es un motivo más para perder la fe en la humanidad. En este reto viral dos personas se ponen juntas, una pegada a la pared mientras la otra le hace presión en el pecho. Después de varios segundos, la que está pegada a la pared pierde el conocimiento y se desploma. El reseteo dura un instante, tras el cual vuelve en sí, un poco más tonto que antes.
Entre los reportes más conocidos está uno de 2020, en una escuela de Ecuador, que trascendió las fronteras de las redes sociales —en especial, Twitter y Tik Tok— y se exhibió en los medios tradicionales. Entonces, surgieron alarmas de los posibles daños que podría causar esta sinrazón, como la pérdida de la memoria a corto plazo, convulsiones, daño cerebral, el coma y más grave aún, la propia muerte. Tres años después, un episodio similar se registró supuestamente en Mérida.
Los niños y jóvenes se han convertido en replicadores de retos absurdos, en los que no sólo se ponen en peligro ellos mismos, sino a sus compañeros. El ”knockout challenge” es sólo una más de un catálogo de estupideces que se multiplica como epidemia. En el campo minado de las redes sociales hay opciones para todas las taras y trastornos, redefiniendo con una imaginación desbocada la imbecilidad. El problema es que los padres de estos niños y jóvenes sólo se enteran de esto cuando sus hijos están ya en el suelo, convulsionando.
Hace ya varios años, un grupo de padres de familia hizo una feroz campaña para que los planes educativos excluyeran la lectura de fragmentos de la novela Aura, de Carlos Fuentes. Era un ejemplo de arte degenerado, condenaron, parafraseando a los amantes de las piras. Lo más curioso de este episodio inquisitorial es que la gran mayoría de los padres inconformes no había leído línea alguna escrita por Fuentes: Hay gente más proclive a quemar novelas que a leerlas.
En estos días ha surgido un movimiento similar, en el que se cuestiona el contenido de los nuevos libros de texto gratuitos. Ahora se aduce que éstos son tendenciosos y tienen guiños a ideologías políticas. El fantasma del comunismo recorre ahora las aulas de México, advierten diversas asociaciones, señalando que niños y jóvenes serán adoctrinados con vaciladas de bolcheviques.
Es positivo que los padres de familia se interesen en la educación de sus hijos; mal sería si no lo hicieran. El análisis del contenido de lo que ellos estudian es una muestra de la corresponsabilidad que debe haber en la formación de las nuevas generaciones. Sin embargo, la sociedad está avanzando en líneas paralelas, y no hay señales que se encuentren pronto; al contrario, se prevé una bifurcación mayor.
Las estridentes críticas al contenido de los libros de texto gratuitos es proporcional al sepulcral silencio respecto a las conductas reprobables que se difunden en las redes sociales. Con el tiempo que pasan hoy día los niños y jóvenes conectados a Internet, es mayor incluso el impacto que tienen sobre ellos los influencers que los maestros. Tik Tok, en un caso extremo, es una academia de ocurrencias, un instituto de ociosidades.
“Felipe cae sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo Negro que cuelga del muro de su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar…”.
Hace ya casi un cuarto de siglo, padres de familia quisieron censurar el éxtasis de la protagonista de la novela de Fuentes. Tal vez creían que, si sus hijos leían esa píldora, se iban a desmayar y a convulsionar. Ya desde entonces, esa generación a la que quisieron esconder la muerte chiquita de Aura, leímos, sin que nuestros padres lo supieran, descripciones de orgasmos más salvajes.
Lo mismo sucede ahora. Mientras los nuevos cruzados de los planes educativos diseccionan puntos y comas, sus hijos yacen en las baldosas, junto a mingitorios, mientras sus compañeros los graban y se ríen. Con la misma pasión que se examina el contenido del material didáctico debe conocerse lo que los niños y jóvenes ven —y replican— en las redes sociales.
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