La relación de la sociedad mexicana con las culturas indígenas, y particularmente de la yucateca con la maya, tiene lo mismo expresiones racistas y clasistas que de admiración, y es necesario destacar que estas últimas suelen abundar cuando se reconocen los avances científicos y artísticos de los mayas del pasado. Hoy en día existen admiradores de los bellos textiles elaborados por manos femeninas indígenas, pero es un fenómeno todavía reciente y aún falta que de ese asombro pasemos al pago justo de ese trabajo.
A principios del siglo XX ya se había dado otro fenómeno del cual hasta la fecha nos quejamos, pero difícilmente pasamos a la acción: la preocupación de académicos extranjeros (en la época se usaba la palabra “sabios” para referirse a ellos) por aprender el idioma, la historia y por adentrarse en los montes para conocer las ciudades prehispánicas. Hoy hablaríamos de apropiación cultural, pero también como una manera para evadir la responsabilidad de alcanzar una relación igualitaria con los pueblos indígenas.
En 1909, el Diario Yucateco daba espacio en sus páginas a notas sobre la historia de los mayas yucatecos y también se hacía eco del debate nacional sintetizado en “el problema indígena”. Recordemos que apenas unos años antes se habían dado por concluidas las guerras del Yaqui, en Sonora, y la de Castas, en Yucatán, y la cuestión de reconocer derechos de ciudadanía a estas poblaciones producía temor en la generalidad de la sociedad.
Sin embargo, ya en el porfiriato, la élites mostraron interés por la arqueología, los idiomas y el conocimiento que habían adquirido los mayas. En 1909, el diario mencionado, en su edición del 17 de agosto, publicó una nota en tamaño agenda (apenas dos párrafos) acerca de una curiosidad: la presencia en Mérida de una copia del llamado Códice Dresde, que por entonces era identificado como Dresden. Se trataba de un hecho que incumbía más al ámbito privado, pero los redactores consideraron que era importante que sus lectores se enteraran del hecho.
La nota no está firmada por reportero alguno, pero el contexto de la escritura insinúa que pudo ser de la autoría del director, el doctor Álvaro Torre Díaz, o de su dueño, el abogado Ricardo Molina Hübbe, sobrino del gobernador Olegario Molina Solís. Esto porque el tono en que está escrita la agenda transmite que se trató de un privilegio. El autor había tenido la oportunidad de ver una copia del Códice “hecha por el doctor Foresteman, en 1902. Este ejemplar es muy raro, pues sólo se hicieron 50 copias, destruyéndose luego las planchas.”
Se trataba de una edición fotocromolitográfica; es decir, realizada con técnica de litografía a color. Esto implicó crear 74 planchas de piedra, cada una reproduciendo una página del Códice, y entintarla cada una cuidadosamente antes de imprimir. El responsable fue Ernst Förstemann, quien realizó dos ediciones; una en 1880 y otra en 1892 (no 1902, como menciona el periódico). Ya en 1909, un volumen de estos era una rareza y de un muy alto costo.
El autor se concentra en lo que se sabía de la página 24 del códice, de la que Förstemann había presentado un análisis ante el Congreso de Americanistas, revelando el conocimiento astronómico de los mayas, sobre las revoluciones de Venus, Marte y el Sol, y otra cuestión importante: “En esta misma página 24 se encuentra la Era de los Mayas, que es el cuarto Ahau, octavo Cumkú, que representa en el cómputo maya el principio de todo, como la égida de Mahoma para los islamitas y el nacimiento de Jesucristo para los cristianos.”
El privilegio que tuvieron los redactores fue concedido por el cónsul de Estados Unidos en Yucatán, Edward Thompson, quien lo trajo a Mérida para facilitárselo a un amigo suyo aficionado a los estudios arqueológicos”. Thompson ha pasado a la historia de Yucatán como propietario de Chichén Itzá y responsable del dragado del cenote sagrado. Del amigo aficionado a la arqueología, nos quedamos sin información.
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