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Los crímenes de la calle 39

Un 29 de agosto de 2009, Mérida fue escenario de un escandaloso hecho
Foto: Jusaeri

Lo peor es que ya se acostumbraron a que en sus calles florezcan, en las noches, cadáveres, como si fueran magnolias o dondiegos. Autos en llamas con hombres calcinándose adentro. Cuerpos disueltos en ácido. Perros callejeros robándose brazos tatuados de los basureros. Fosas clandestinas. Un carnicero que le arrancó el rostro a otro y se la pone como máscara. Una pirámide con once cuerpos decapitados…

… Más uno más que se encontró horas después, a varios kilómetros. Eso sucedió el 29 de agosto de 2009, en Yucatán. La noticia, incluso, le ganó la carrera a la alarma del reloj; despertamos y comenzó la pesadilla: once cuerpos sin cabeza, apilados, en un terreno en Chichí Suárez; la suma de todos nuestros miedos. Otro cadáver, igual decapitado, fue encontrado horas después en Buctzotz. 

El estado irreductible, que osó impedirle el paso a los asesinos que diezmaban al país, había caído; el último reducto de la paz, dique ante la marea de sangre. Las bandas criminales diseminaron terror: sembraron muertos. La tierra yucateca, entonces aún virgen, se estremeció. Hay noches en las que el recuerdo de los cadáveres revive, y reconocemos que basta un instante para que todo lo bueno desaparezca. 

Pasan los años pero el miedo perdura. Aunque ninguna autoridad, ningún medio explicó la matanza, todos sabíamos de qué se trataba; leímos entrelíneas. Los datos que se aportaron sólo sirvieron para avivar la zozobra. En las redes se publicó un vídeo que luego se perdería en la negación de la sobrevivencia. En ese video aparecían siete de las doce cabezas que se perdieron ese 29 de agosto. 

Las cabezas estaban profanadas, y servían de escenario de la propaganda macabra de los cárteles. Aunque estuvo en línea un parpadeo, ese material inflamable sirvió para ubicar el sitio en el que se grabó; una vez analizado el lugar, se concluyó que ahí habían decapitado a la mayoría de los hombres. Personas reducidas a mensaje, animales marcando territorio. 

El sitio de la carnicería está en la calle Treinta y nueve, y tras varios años abandonada, hoy tiene nuevos inquilinos. Me imagino a una familia que recién llegó a Mérida, buscando un lugar más seguro para vivir, donde sean sólo ladridos y no balazos los que rompan el silencio de la noche. 

Una familia, en plena mudanza, colocando muebles en la misma habitación en la que hace catorce años con una sierra oxidada decapitaron a esos hombres, a los que se les privó de nombre y rostro. Me imagino que la maldad aún revolotea en esa casa, como un pájaro al que le han cortado las alas; el olor, la viscosidad de la sangre emergen del olvido de la prisión de las capas de pintura. 

Y luces que se prenden solas, gritos sordos —no te preocupes: es el viento—, objetos que cambian de sitio. De repente, en las madrugadas, un frío que cala los huesos despierta a los niños; se escucha rechinar de dientes. El gato se queda horas mirando un rincón, siempre el mismo rincón, y cuando regresa a este mundo no es el mismo. 

En los días de muertos, nosotros, ávidos golosos de leyendas macabras, omitimos la historia real, y apuramos el paso cuando pasamos cerca de esa casa, en la que perdimos la inocencia; ese espejo de nuestra soberbia que nos devuelve la imagen de nuestra debilidad. Vemos aún a doce rumbo al patíbulo, deambulando por la eternidad. El purgatorio a la vuelta de la esquina. Los vemos, como si no hubiera pasado el tiempo; los vemos y no decimos nada. 

Y con estos recuerdos se ahuyentan oscuros, futuros escenarios, que como mareas acarician fronteras invisibles cada cierto tiempo. En el caso de Yucatán no es el miedo a esos muertos, que aún tantean nuestro mundo en busca de sus cabezas; aquí los protagonistas tanto de nuestros insomnios como de nuestras pesadillas son los vivos que arañan nuestras puertas, esos que se han mantenido, hasta ese episodio, afuera. 

Esos que pueden regresar y volver a sembrar nuestras calles de cadáveres, como lo hacen en el resto del país, fértil campo de muerte. Espantar el conjuro de acostumbrarnos a vivir con la muerte; exorcizar la normalidad de México con nuestra singularidad; poner los brazos en guardia, no abrirlos para abrazar ese terror.

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Lea, del mismo autor: Las hermosas del taller mecánico

 

Edición: Fernando Sierra


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