Todo lo narrado aquí es ficción; todos los personajes son productos de mi imaginación. Es más, Mérida no existe: no es más real que Macondo o Yoknapatawpha. Cualquier parecido con la realidad es sólo una coincidencia.
Está hasta el cuello de deudas; ahogado. No puede pensar en otra cosa: siente que el mundo se ha conjurado en su contra, y no sabe por qué. Piensa en su esposa y en sus hijos, en los chavos que trabajan con él en el taller; piensa en los amigo a los que a veces ayuda, en su tío, al que a veces le da un dinerito. Las tripas se anudan, se retuercen; siente un dolor en el pecho.
La única esperanza que tiene es que la pintura que encontró al hacer limpieza en el taller sea una pintura original, de ese que se acaba de morir, Botero. Pues se parece ¿no?, comentó cuando se la encontró. Son las mismas gordas que aparecen en sus cuadros, sólo que éstas en hipil; las gordas y un niñito güero.
Y, sí, en verdad se parecen: el mismo estilo, la misma paleta de color, los mismos trazos; incluso la pintura está firmada. No sabe cómo apareció esa tela a su taller; tal vez ya estaba ahí cuando llegó él: Antes, cree, fue el estudio de algún artista.
De eso no tiene certeza, y nadie puede confirmárselo: los que podrían saber ya no están aquí: O están muertos o ya no viven en Mérida. Pero ata cabos y llega a esa conclusión: antes del taller aquí tenía un artista su estudio. Si no, qué haría una pintura aquí, se pregunta. De lo que sí está seguro es que las gordas estaban antes de que él llegara.
Las encontró semanas antes de que muriera su autor; le hizo gracia la voluptuosidad de sus protagonistas, y por eso, sólo por eso, no tiró el cuadro. Él no lee periódicos ni tiene redes sociales: las únicas noticias que le interesan son las que se reportan en la sobremesa. Fue una extraña coincidencia que se haya enterado de la existencia —y muerte, el mismo día— del pintor de redondeces.
Ve las similitudes: demasiadas, obvias incluso para él, quien al observar de nuevo el cuadro se percata que lo había manchado con sus dedos con grasa. Quita el calendario de las guapas y cuelga la pintura de las hermosas, en la acepción yucateca. A ver si resiste el clavo, bromea, apenándose al instante y dándose palmadas en el vientre, más voluminoso que el de las mujeres; suena como un tambor.
El taller sigue siendo un páramo: ningún cliente ha entrado desde hace varios días. Para no morir de realidad, comienza a buscar en internet biografías de ese tal Botero; encuentra cientos, miles de artículos. Lee, por ejemplo, que su hijo había muerto en un accidente, y que en ese accidente él había perdido movilidad en uno de sus brazos; aún así, siguió pintando, manco y de luto. A pesar de todo…
En el duelo el pintor recorrió varios países, tal vez persiguiendo a su hijo muerto Pedro; tal vez escapando de él: de su recuerdo, de su olor, de sus sonrisas y de su pelo rubio; de esa mirada de miedo, la última, que se reflejó en el retrovisor del auto instantes antes del vacío. Entre esos lugares de peregrinación, se aseguraba en un artículo, estuvo Mérida.
La estadía del pintor aquí, en la ciudad, coincide con su sospecha: seis meses antes de que él comprara el local donde, desde entonces, funciona su taller. Aquí lo pintó, piensa en voz alta, segurísimo. Y ve entonces al niño rubio del cuadro y ve a Pedrito. A diferencia de las mestizas, el gordito ve directamente a quien ve el cuadro; lo ve, y lo sigue viendo. El chelito sonríe; el mecánico sonríe de vuelta, y por un momento desea incluso que no lleguen clientes para seguir contemplando el cuadro.
Pero ya no tiene ni un quinto; no sabe cómo pagará la luz, el agua, las colegiaturas, el súper; no tiene ni un quinto. Y con esa tormenta termina la jornada.
Y mientras en el duermevela se ahoga pensando en las facturas que se vencerán al día siguiente se aferra a la idea de que tiene un cuadro que lo salvará de esa marejada de deudas. Y logra dormir, dejando la angustia en el día que se va; ya mañana será otro día, se arrulla.
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