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El ahuehuete de El Retiro

En Madrid, hay un frondoso ejemplar catalogado como árbol singular de esta comunidad
Foto: Facebook Parque del Retiro, Madrid

En el parterre del parque de El Retiro, en Madrid, hay un frondoso ahuehuete, catalogado como árbol singular de esta comunidad. Aunque hay un par de leyendas acerca de su origen, una que dice que fue Colón quien lo llevó a España en uno de sus viajes, y otra que reza que se trata de un vástago del árbol donde Cortés lloró (que, desde luego, en España sigue llamándose “el árbol de la noche triste”), al parecer su semilla debe haber llegado a tierras españolas a fines del siglo XVIII, tras alguna de las expediciones emprendidas por naturalistas durante el despotismo ilustrado; o bien, puede haber sido plantado en El Retiro a mediados del siglo XIX, durante el reinado de Isabel II, “la de los tristes destinos”. Como quiera que sea, con sus veinticinco frondosos metros de altura es considerado el árbol más viejo de la ciudad de Madrid. Al menos, eso dice la cédula que se ha colocado para que quienes acuden al parque lo conozcan.

Como mexicano por nacimiento y español por ascendencia, no puedo ver este ahuehuete sin sentir emociones diversas. Primero, me enorgullece encontrarme con que se aprecia esta especie, emblemática del país que me vio nacer, en la tierra donde nacieron mis padres, que se vieron obligados a abandonarla ante el triunfo del levantamiento franquista. Pero luego empiezan a pasarme por la cabeza un tropel de ideas que tienen que ver con este Taxodium mucronatum. Para empezar, creo que un árbol vivo, proveniente de un país determinado, y cuidado y apreciado en el parque más importante de otra nación, es símbolo de un puente de afecto y cercanía entre ambos pueblos, y me reafirma en la convicción de que entre España y México hay fuertes lazos de cariño, solidaridad y comunidad; y que no es veraz la narrativa que suele pretenderse que adoptemos, que parece renegar del paso de la historia, y espera que sintamos como si hoy fuésemos víctimas de una opresión colonial y del despojo imperial. Me parece francamente pueril esperar que dejar de llamar al ahuehuete de Tacuba “el árbol de la noche triste”, porque cuenta la leyenda que Cortés se sentó a llorar a su sombra después de una derrota, para llamarlo “el árbol de la victoria indígena”, va a fortalecer la identidad nacional e implica una suerte de desagravio al imperio azteca. Hoy no hay tal imperio, ni una victoria momentánea borra el dominio que el imperio ejerció durante medio milenio, ni la construcción de la nación mexicana cuelga de las ramas de ese único árbol.

Me enorgullece sin ambages mi doble condición de mexicano y español, entre otras cosas porque mis padres formaron parte de ese exilio que México acogió con amorosa generosidad durante la segunda mitad de la década de los treinta y primera de los cuarenta, y tan importante resultó para la construcción del México de la segunda mitad del siglo pasado. La educación, cultura, y ciencia del México moderno no serían lo que son de no haber recibido en tierras mexicanas a una parte importante de lo mejor de la España republicana. La izquierda mexicana – o lo que queda de ella en estos confusos tiempos de confusa geometría política – habría tenido una historia muy distinta, de no haber sido por la presencia del exilio español.

Otro ejemplo de lo absurdo que resultan con frecuencia los nombres de lo que asumimos como “símbolos patrios”, o efemérides relevantes, es el del día 12 de octubre: cuando éramos niños, nos hicieron aprender año con año que en esa fecha se conmemoraba “el día de la raza”, porque Colón había atracado en costas americanas. En España, esta festividad se consolidó como “día de la hispanidad” durante el régimen franquista. ¿De qué raza hablábamos entonces? Ya sé que el concepto de raza no hace sentido cuando hablamos de nuestra especie, y encubre una concepción nutrida de ignorancia, rechazo del Otro distinto, y odio irracional; pero dejando por un momento de lado esta premisa, ¿el “día de la raza celebrábamos a los españoles, como después quiso el régimen fascista, o celebrábamos a las múltiples etnias de América, o al mestizaje? Nunca lo he entendido muy bien. Como tampoco entiendo por qué resulta importante, o positivo, llamarlo ahora, al menos en México, el “día de la resistencia indígena”, cuando las comunidades indígenas oponen resistencia todos los días a la marginación, al despojo, a la pobreza, aún siglos después del origen de los países de la Hispanoamérica independiente. Cada país le ha puesto al día de la Virgen del Pilar el nombre que ha considerado más cercano a su visión de la historia, a la luz de la ideología dominante en un momento determinado. Ni siquiera el día de año nuevo es unívoco y universal.

Un penúltimo comentario acerca del ahuehuete de El Retiro, no exento de ironía: cuando en la Ciudad de México murió la palmera que adornaba una de las glorietas de la emblemática Avenida Reforma, el gobierno de la capital realizó, según nos dicen, una consulta popular para determinar con qué habría que sustituir aquella planta. Se nos informó que el pueblo había decidido que se tendría que plantar un ahuehuete, y así se hizo. Ese árbol murió poco tiempo después, por causas que desconozco. Nunca pudo llegar a ser, como el de El Retiro, un árbol añoso y notable. Y ahora sí, para terminar, me quedo con la idea de que el famoso ahuehuete, junto a los códices, las muestras de arte plumario, los lienzos en el Museo Reina Sofía, entre otros, la estatua de Agustín Lara en el barrio de Lavapiés, la de Sor Juana cerca de la Plaza de España y el Templo de Debod, son hoy muestra del cariño fraterno del pueblo español a México, y no evidencia de una intención colonialista o imperial, como quisiera hacernos creer cierta narrativa patriotera y anacrónica.

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Edición: Estefanía Cardeña


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