Mataba las horas visitando librerías; no es que hubiera muchas en su pueblo, pero tenía de dónde elegir. A ellas acudía cuando le sobraba el tiempo o le agobiaba la angustia; esas visitas eran un paréntesis, anestesia para el dolor de estar despierto.
Había una que le gustaba en especial; el caos de su catálogo le recordaba al orden de la creación: un alarde sin ton ni son de seres maravillosas, de entes escalofriantes. Esa librería era un espejo del mundo; ahí, el tiempo se detenía.
O se adelantaba, como descubrió al día siguiente de reconocer, por primera vez, a un cronopio; fue un octubre. En cuestiones de literatura, nunca siguió un método: devoraba todo lo que se le ponía enfrente; era omnívoro.
Regaba con esmero su paciencia leyendo críticas de las novedades literarias en línea, principalmente en los suplementos de El País o El Mundo, sabiendo que atracarían en los anaqueles que visitaba meses o incluso años después. Era su memoria en lo único que confiaba.
Ese día de octubre encontró en el desorden de ese jardín de ficciones un libro de Almudena Grandes, que, según las fuentes en las que abrevaba, debía llegar a su pueblo hasta dentro de tres meses, mínimo. Sin dudarlo, compró la novela; era La madre de Frankenstein.
No tuvo con quien comentar el hallazgo, y su sorpresa se fue diluyendo en lo cotidiano, como aquellos alka selters que desayunaba viernes, sábados y domingos. Se le olvidó aquel prodigio del tiempo, aquel viaje al futuro a bordo de la prosa de Almudena.
Los descubrimientos atemporales continuaron; incluso encontró ediciones polvorientas de los estrenos más llamativos de la rentrée; fue el primero del continente en leer la Fortuna, de Hernán Díaz, y el Maniac, de Benjamín Labatut, ambos editados por Anagrama.
Los ejemplares cayeron en la librería como meteoros, meses antes que asombraran a la crítica de España. Cuando comenzaron a publicarse los halagos a los autores, él ya los había descifrado: mientras los críticos se maravillaban por su deslumbrante estilo, él ya los había diseccionado, como si fueran hermosos cadáveres.
Nunca se ha cuestionado la naturaleza de ese fenómeno, ni ha explorado en insomnios sus alcances metafísicos; se ha limitado a aceptar que en su librería favorita hay una madriguera de conejo, que conecta el presente con el futuro, y le permite leer, antes que nadie, las últimas novedades. No se ha preguntado ni cómo ni por qué.
Ayer, por ejemplo, visitó la librería, y compró la nueva novela de António Lobo Antunes: Hasta que las piedras se vuelvan más ligeras que el agua. El arribo del libro está previsto para finales de este noviembre. Nadie ha leído aún que cuando se le acabó el cigarro me dio la impresión de que permaneció un tiempo fumándose los dedos…
Esta mañana, cuando vio el libro, calientito, recordó la primera novela que cazó de Lobo Antunes: Manual de inquisidores. La compró cuando aún era un cachorro, con aliento a leche materna. Se fascinó por la memoria y asumió la facilidad con la que se escapa la vida de entre los dedos.
Será dentro de algunos meses cuando realmente comprenda las implicaciones de ese portal. La ansiedad del poeta la doma el prózac de la prosa; leer, en realidad, lo ayuda a escribir.
Desde que descubrió que alguien era capaz de hacer levitar a mujeres con su imaginación, no soñó en otra cosa que convertirse en escritor; lo soñó dormido y lo soñó despierto; en pesadillas y en ensoñaciones. Lo soñó, lo sueña y, como lo percibirá en ese túnel al mañana, lo soñará.
Y lo hará realidad. Verá, el próximo 4 de febrero, un libro con tapas de un verde selva, salvaje, y con letras Helvética, con su nombre en mayúsculas. En el cintillo promocional de esa edición leerá, con el corazón desbocado, como cimarrón, que se trata del descubrimiento literario del año. Hablamos del año 2025, para que estemos claros.
Meses después encontrará otro libro, que igual le arrebatará la mirada. No será su nombre el que lea en la portada, pero se reconocerá en la prosa ahí impresa. Las vísceras de esas memorias serán las suyas, aunque nadie más lo sepa. Y esos hallazgos continuarán, y continuarán.
Y se le hará costumbre comprarlos y después cotejarlos con ediciones posteriores, igual adelantadas en esa aberración de la física. Se hará adicto a encontrar las singularidades de esa singularidad, que, comprenderá, serán mensajes que él mismo se mandará.
No entenderá como su yo del futuro puede prevenir a su yo del pasado y cómo afecta la línea temporal esos mensajes, que irremediablemente implican acciones u omisiones; no le da la cabeza para entender ese hechizo del tiempo.
Papá está mal, anda a verlo; haz las paces con él antes de que sea demasiado tarde, descifrará en un primer intento, ya demasiado tarde. Está arañando puntos Huacho; creo que es necesario que publiques un artículo recordando que un voto por él es un voto en contra de Yucatán, que si gana él se va a la chingada el estado; lo que es verdad.
En ocasiones serán mensajes de vida o muerte; en otras, simples recomendaciones: La vida, instrucciones de uso: Por nada en el mundo leas en voz alta Rayuela: se conjuran espíritus imposibles de exorcizar.
El hallazgo de febrero será su primer libro, un rosario de relatos titulado Boletín de novedades literarias. La siguiente edición aterrizará poco después. Siguiendo su costumbre, animal de rutinas, cotejará ambos ejemplares, y verá que en el más reciente su yo del futuro le pedirá, le suplicará: Dile que la amas.
Lea, del mismo autor: El fruto de la locura
Edición: Fernando Sierra
Dependemos en demasía de la electricidad; ¿qué pasa con esos rincones del mundo que viven en penumbra?
Rafael Robles de Benito
El instituto electoral deberá emitir una resolución al respecto
La Jornada
La censura intenta destruir la curiosidad humana, pero en los rebeldes, la alimenta
Margarita Robleda Moguel