No es cualquier rojo: es el rojo que incendia los flamboyanes, el del cielo durante el período de quemas; el rojo que, dependiendo del estado de ánimo de quien lo mira, se apaga, tornándose como el color de la tierra, o se emociona, tanto que pica.
El amarillo es el amarillo del nancen y de las fachadas de Izamal, mientras que el azul es amenaza de huracán, una advertencia. El rosa es una bandada de flamencos sobrevolando salinas, y el verde brilla más que las esmeraldas: es el relámpago de los loros, el trueno de la selva.
Los colores forman cirros y estratos: nubes coloreadas, cielo cromático; son dulces de algodón que aterrizan sobre lienzos o muros, tela o piedra; cobran vida, como si flotaran en el aire, como si bailaran en un líquido espeso: hipnótico, amniótico. No compiten entre sí: no buscan conquistar el espacio; se complementan, sin faltarse el respeto de combinarse entre sí. Son buenos vecinos.
Pinceles con la delicadeza del bisturí o brochas con vocación de hachas fueron los encargados de sembrar de colores esos espacios blancos y sosos.
Y sobre esos campos, delineada primero con grafito y después con tinta negra emerge una mujer, con rasgos mayas, con un gallo, cautivo entre sus manos entrelazadas. El pelo de la mujer es lacio, y sus ojos, más negros aún que la tinta que marca sus fronteras; viste una especie de sobrero y una blusa de manga larga. El animal que está en su regazo no se muestra con miedo sino que parece estar habituado a estar ahí; es su nido.
Esta pintura es de Fernando Castro Pacheco, y es una de las que se exponen en el centro cultural que está en Paseo Montejo, dedicado a su obra.
La historia se conserva de muchas maneras: en noches huérfanas de estrella, padres que le cuentan a sus hijos hechizados por el fuego los secretos de sus dinastías, sin los pastores que censuren a las ovejas negras. Libros con prosa apretada, con empacho de pies de página y referencias bibliográficas, en la que eruditos estigmáticos conjuran la prevalencia de una sola visión. Y, en el caso de Yucatán, a través de las pinturas de Castro Pacheco.
A diez años de su muerte —8 de agosto de 2013— la obra de este pintor, muralista, dibujante y escultor sigue describiendo a Yucatán; sus representaciones y metáforas carecen de fecha de caducidad, y muestran el sentido destilado de nuestra esencia. El dolor y las injusticias ancestrales, próceres de mirada vacía, gólgotas erizados de henequenes, la ingravidez de las siestas en hamaca, los jaguares y las mazorcas, los secretos de los susurros femeninos… La historia de machetes y grilletes de Yucatán.
Hombres y mujeres con los rasgos de los protagonistas de los códices y de los transeúntes de las calles actuales de Mérida. Como esta, que tiene un gallo en su regazo; como la otra, que sostiene un periquito en la mano derecha.
En uno de los últimos alardes del arte, Castro Pacheco pintó, de 1971 a 1979, los murales que se exhiben en el Palacio de Gobierno, que con el lenguaje visual inventado por su autor se resumen siglos de nuestra historia: paredes como portales, engranajes de una máquina de tiempo. Este trabajo lo realizó en el cenit de su habilidades mágicas: el cronista cromático en su mejor momento. Fue una labor titánica, como escalar el Everest. Hoy día, los murales están siendo restaurados, para que nos sigan recordando durante décadas que sólo somos un breve episodio, un pestañeo.
El legado de Castro Pacheco es su estilo único, en el que parece que el color y la forma están divorciados; fondo y forma dirigiéndose a destinos distintos. Sin embargo, en el resultado final, en lo que digiere el espíritu, esos trazos firmes, realizados sin titubeos con los que dio vida a hombres y mujeres se conjugan con los colores extraviados del fondo. Una melodía surgida al azar, la paradójica fusión de dos dimensiones.
El universo cromático de Castro Pacheco tuvo su big bang en Mérida, y se fue expandiendo en la capital del país y luego en Francia, España, Italia, Inglaterra, Bélgica y Holanda. Además de su obra como artista, destacó como un revolucionario docente de artes plásticas, siendo incluso director de la Escuela Nacional de Pintura y Escultura del Instituto Nacional de Bellas Artes; fue acreedor de la Medalla Yucatán (1967) del Gobierno del Estado, y la Medalla Eligio Ancona (1972) de la Universidad Autónoma de Yucatán.
Desde su muerte ya pasó una década de acromatopsia, sin poder ver los colores de Castro Pacheco. Sin embargo, como si fueran animales vivos, sus obras siguen rugiendo, volando, arañando nuestra atención. Este mismo año el Ayuntamiento de Mérida abrió las puertas de la galería en la que se puede ver la pintura descrita en este espacio. El Centro Cultura Fernando Castro Pacheco está en Paseo Montejo con calle 39, y abre de martes a sábado, de 10 a 20 horas, y domingos de 9 a 17 horas; la entrada es gratuita. Ahora se expone “Mujeres de color y de eternidad”, compuesta por 47 piezas.
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