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El enojo tiene diferentes formas

Las dos caras del diván
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

—El enojo tiene diferentes formas —sentencia Fabiola. Después calla, como si esperara que aquella frase le revelara algo.

No respondo. Mi reserva es la invitación a que siga hablando. 

—Mi padre se enojaba en silencio. Después su refugio comenzó a ser la bebida. Se la pasaba borracho para no pelear con mi madre. 

Recuerdo. Hace muchos años conocí a una mujer que al enojarse se refugiaba en sí misma. Se envolvía en una manta de aislamiento de la cual uno no la sacaba en tres, cinco días. Frustrante, porque si yo también estaba enojado, mi intención era solucionar los problemas de manera inmediata. Mis mejores intenciones chocaban con su ensimismamiento. En una ocasión, al quinto día de mutismo, me escribió una carta. No estoy enojada, explicó, solo no me salen las palabras. Me pregunto ¿qué lleva a alguien a refugiarse a veces en el silencio, a veces en la bebida? 

—Dirán lo que quieran, pero no culpo a mi padre. Era imposible darle la vuelta a mamá. Celos, irascibilidad, violencia. De chiquita me tomaba de los tobillos y me azotaba contra el armario. Como si fuera un bate. Como si fuera a lanzar un home run

—¿Tu madre hacía eso? —la realidad siempre obliga a no confiar en estereotipos; —Mamá misma. En una ocasión mi padre intentó defenderme. Ella le clavó un cuchillo en el brazo. Tuvieron que ponerle 10 puntadas. Usó cabestrillo varias semanas; —¿Cómo se relaciona eso con el alcoholismo de tu padre? 

—Fue la causa de su alcoholismo y de algo más que eso. 

Su manera de hablar es dejar algo en suspenso. Como un buen cuento. Guardo silencio y pienso en aquella vez que un maestro negaba la existencia de la causalidad. Insistía en que sólo existe una relación temporal entre dos sucesos. Me peleo con alguien y me refugio en el silencio. Me peleo con alguien y me refugio en la bebida. ¿Hay relación causal? 

—El alcoholismo de mi padre se prolongó algunos años más. El infierno con mamá siguió hasta mi adolescencia. Después me largué de casa. 

—¿Dejaron de tener contacto? 

—Durante muchos años. No volví a dar con ella hasta que enfermó. Fractura de cadera a los sesenta y tantos. Lo leí en internet: casi una sentencia de muerte. Entonces regresé para atenderla. 

Como un flechazo, mi mente vuela a un título: Amores de segunda mano. Enrique Serna. Intento acordarme de un cuento. Si mi memoria no falla, hay en ese libro un relato sobre una mujer que cuida a quien fue su agresor, ahora enfermo. Con placer y regocijo, lo atiende en su agonía. Intento acordarme del nombre del texto. Mi mente, traidora, no responde. Envidio la memoria freudiana, que se sabía distraído cuando no podía recordar una línea de las últimas tres cuartillas de su lectura. O aquella infinita memoria de Funes, que Borges, estoy seguro, de alguna manera anheló. La mía requerirá que vaya al librero en la noche, que busque el libro, que relea el cuento. 

—No sé porqué lo hice. Quizá por pena. Mi padre se había colgado por su culpa y ahora ella no tenía a nadie. Sentí cierta responsabilidad. Algo cercano al deber.

Serna es un maestro del humor negro, de la ironía. Aquella mujer, la de su cuento, procuraba a su agresor —si no me equivoco, un sacerdote— por el placer de verlo morir. Serna también es un maestro de la naturaleza humana. 

En la noche, al llegar a casa, corro a mi biblioteca. Agradezco mi orden obsesivo. La literatura mexicana sigue en su respectivo librero. El orden alfabético resulta útil: un gran conjunto de Ruvalcaba. Sabines, Sada, Sainz, Samperio. Serna: Giros negros, La ternura caníbal, Lealtad al fantasma, El orgasmógrafo. Reviso de nuevo. No está Amores de segunda mano. Dios santo, me digo. ¿Se lo presté a alguien? No. ¿Alguien me prestó el libro y de ahí mi recuerdo de aquel texto? Lo dudo. ¿Lo leí en alguna antología? No, porque recuerdo la edición blanca de Cal y Arena. 

Envidio la memoria de Freud y de Funes. ¿Cuál es la causa de mi olvido? ¿Del alcoholismo, el silencio, el suicidio, los cuidados en el lecho de muerte?. Múltiples, no cabe duda. Si es que la causalidad existe. 

 

Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños

[email protected]

 

Lea, del mismo autor: Diego me cuenta


Edición: Estefanía Cardeña


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