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''Sexo, pájaros, vida, muerte, sexo, pájaros, vida y muerte''

Shane McGowan encontró en la poesía las balas para hacer su particular revolución
Foto: Ap

Escribía —y cantaba— sobre sexo, pájaros, vida, muerte, sexo, pájaros, vida y muerte; su voz nacía en las grutas de una garganta con un limo de tabaco y ginebra; no tenía dientes: su boca era la de un recién nacido, o la de un anciano. Habría cumplido sesenta y seis años esta Navidad.

Era el primer hijo de una generación que fue empujada a migrar al origen de su odio: la diáspora irlandesa en Inglaterra, esa que se intoxicaba en los pubs para recordar a la patria que los vomitó, y que aún así daba la vida por ella. Entumir la tristeza todos los días, ya sea con pintas de guinness o con torrentes de whiskey.

Hijo de un pueblo con una sed de siglos, con botones de autodestrucción, Shane McGowan encontró en la poesía las balas para hacer su particular revolución. Años antes de su muerte, cuando ya los excesos lo habían postrado, el presidente de Irlanda, Michael D. Higgins, lo llamó el mejor letrista vivo de su generación. 

El último poeta maldito fue punk. Shane aprendió irlandés en manuales prohibidos por la Corona, y se crió en un refugio clandestino de independentistas. Cuando tenía apenas seis años, su padre lo ponía a cantar sobre la mesa, y darle así la bienvenida a los prófugos de la vida. 

El niño cantaba, y para mantenerse despierto, tomaba los primeros sorbos de la negra malta de sus antepasados. Los revolucionarios coreaban sus canciones, y, cuando la melancolía los capturaba, llorando le pedían que entonara himnos en la lengua de sus madres, a las que habían dejado atrás. 

Shane siguió emborrachándose con esa lírica rebelde de sus compatriotas, desde el peripatético Joyce al precoz Thomas; se la tomaría toda su vida en jarros sucios o se la inyectaría en sus brazos agujereados. Su genio ya cegaba aún antes de que cumpliera los diez años. A los trece, ganó un concurso literario, que lo premió con una beca en uno de los nidos de la élite inglesa: Westminster.

Duró poco tiempo: lo expulsaron rápidamente por traficar con speed, que también sería uno de sus grilletes de su alma ávida. Su madre se entristeció, no así su padre, quien no le veía utilidad alguna a la educación. Shane se formó en las calles y en las barras de los bares; ahí conoció el torrente sanguíneo de la vida. 

Las primeras canciones que lo electrizaron fueron las de los Sex Pistols, que le mostraron el camino de esa rebeldía irreverente que arrugaba la almidonada sociedad en la que estaba enjaulado. Fue en uno de los conciertos de esa banda cuando apareció por primera vez en los tabloides británicos. 

En el éxtasis de recital, la mujer que lo acompañaba le mordió la oreja derecha; Shane ni se inmutó, y siguió contorsionándose, como poseso, dejando un tirol de sangre. “Canibalismo en el concierto de los Sex Pistols”, tituló un periódico. 

Comenzó a escribir canciones y formó su propia banda: The Pogues. En la alquimia de salas de grabación patibularias, mezcló sonidos de ese tóxico Londres con los de esa sangre que esparció en esa misa negra de la crónica del tabloide. El resultado evocaba a esa tierra prometida por la que se luchaba en barricadas en un idioma prohibido y secreto. 

Pero Shane sólo podía componer con la gasolina del alcohol y las drogas; esa vida parecida a la muerte le cobró caro. Hallaba los versos en el fondo de las botellas o en los viajes al purgatorio. Cada verso de dinamita representaba un lustro; un pacto con los diablos con los que brindaba en bares nublados de tabaco y sueños que se quedaron dormidos en andenes. 

Fue expulsado de su propia banda y recaló en otra, The Popes, que comandaba por callejones como fantasma desdentado; chimuelo en calles ciegas en las que se guiaba como murciélago, con la lija de sus estrofas. La noche cayó más temprano que lo habitual; se adelantaron la oscuridad y el silencio. 

Por ser arrebatado de su tierra, el poeta se vengó con versos, y en los paréntesis de sus trances conspiraba con los independentistas. Con Gerry Adams, brazo político del ejército de liberación irlandés, le mandó un mensaje a los ingleses: Ticofaidh ár lá. Nuestro día llegará, en esa lengua verde de los celtas que aprendió en manuales clandestinos. 

En contraste con la estridencia de su vida, falleció en silencio, en los últimos días de este noviembre. Su esposa, Victoria Mary Clarke, anunció su muerte, recordándolo como la luz a la que se aferró, como la medida de sus sueños. Su funeral fue el mejor concierto del año; alrededor de su ataúd, al pie del altar, como druidas antiguos sus amigos bailaron y bebieron. El primero en brindar fue el sacerdote. 

Shane McGowan, ahora en ese cielo que se imaginó como ríos destilados de sueños, sigue cantando con su voz de caverna, en la víspera de su cumpleaños, Fairy Tale of New York, donde recuerda: “Era Noche Buena, nena. En un tanque de borrachos”. 

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Lea, del mismo autor: ''Sigue soñando, pero no imagines que todos los sueños se harán realidad''

 

Edición: Fernando Sierra


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