La conexión entre mercados formales e informales es elemental: las carreteras. En México, todas las mercancías pasan por las cintas de asfalto antes de llegar al consumidor final, incluso si se trata de las destinadas al abasto local. En consecuencia, toda dificultad que se dé en estas vías termina por afectar tanto a compradores como a empresas.
Cuando el 20 por ciento de las mercancías robadas en el país son alimentos y abarrotes y su destino final es los tianguis, estamos hablando de un factor inflacionario que afecta directamente a la población que no suele adquirir sus alimentos en mercados establecidos, regulados por las autoridades municipales, y menos en las cadenas de supermercados. Es decir, el perjuicio recae en los más pobres.
Uno de los sectores económicos que fue considerado esencial durante la pandemia fue precisamente el de transporte de carga. Las empresas del ramo debieron continuar operando, con las medidas sanitarias pertinentes, prácticamente con normalidad. Sin embargo, lo estratégico del sector no se vio reflejado en la implementación de una política de seguridad en las carreteras que garantizara que cada remolque llegara a su destino.
La necesidad de seguridad en las carreteras ha incidido en la cantidad de viajes familiares por esta vía. Son pocos quienes se atreven a recorrer sus estados, o atravesar el país de costa a costa. Entidades que poseen un altísimo atractivo en cuanto a cultura o historia, como Michoacán, Zacatecas o Guanajuato, han perdido visitantes por la actividad del crimen organizado tanto en las zonas urbanas como en las carreteras.
En cuanto a las empresas, éstas se han visto obligadas a invertir en seguros, equipos de monitoreo de sus unidades, y sus departamentos de tráfico suelen permanecer activos las 24 horas del día, sin descanso alguno, con tal de mantener el contacto con los conductores. El impacto de esta inversión va más allá del precio final de las mercancías. Un vehículo asaltado y desvalijado conlleva la pérdida de confianza entre un distribuidor y la empresa de hacer llegar los productos a su destino. También conlleva la caída de redes de distribución.
Es imposible exigir al gobierno que proporcione una escolta de la Guardia Nacional a cada remolque, pero sí es lógico demandar la creación de condiciones que impidan la operación de células de la delincuencia organizada en las carreteras.
Y hablamos de crimen organizado en sus múltiples vertientes. Ya es necesario que la ciudadanía tenga en cuenta que la delincuencia opera incluso en la comercialización de bienes que no tienen impedimento para llegar al mercado formal, y esto va desde alimentos entre los que deben contarse vegetales, granos, refrescos y pan, hasta bebidas alcohólicas pero también materiales de construcción, refacciones de todo tipo, artículos para el hogar, ropa y medicamentos; todo ello termina en mercados sin regulación y sin garantía.
Los asaltos en las carreteras forman parte de un ambiente de descomposición social en el que todos terminamos desconfiando de los demás, y al final sufren las empresas que deben destinar parte de su presupuesto al deslinde de responsabilidades; los choferes, quienes pierden comunicación con sus patrones y familias; las comunidades a donde llega este producto, porque los cárteles exigen su comercialización exclusiva y al precio que ellos pongan; y por último el Estado, a quien en justicia le corresponde brindar seguridad.
En la península de Yucatán, la incidencia de asaltos carreteros es baja a comparación de entidades del Bajío, Tamaulipas o zonas de Veracruz. Sin embargo, en los tres estados encontramos sucursales de las principales empresas de transporte de carga, y las locales también buscan ofrecer sus servicios fuera de la región, por lo que la seguridad para los cargamentos es un asunto que nos interesa a todos, aunque parezca que ocurre más allá del río Palizada.
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