Es el diálogo más conocido de la novela El gatopardo (Giuseppe Tomasi di Lampedusa, 1958), cuando Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, intenta evitar que su sobrino Tancredi se una a los hombres de Giuseppe Garibaldi y participe en su guerra, en la segunda mitad del siglo XIX.
“Un Falconeri debe estar a nuestro lado, por el rey”, le espeta el príncipe, que por rey se refería a Francisco II. El sobrino defiende su postura y su plan. ”Si allí no estamos también nosotros”, le advierte Tancredi, “estos te endilgan la república”. “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie…”.
Un diálogo similar habrá sostenido Jorge Carlos Ramírez Marín para justificar su metamorfosis: “Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie…”. Y como está, para él, está bien. Precisamente, las recién anunciadas candidaturas de Ramírez Marín y Verónica Camino Farjat son la definición exacta del término “gatopardismo”.
O, lo que es igual: la misma gata, pero revolcada. Ambos compitieron por los mismos curules hace cinco años, en 2018, pero bajo los colores del PRI. Entonces, gran parte de sus discursos fueron contrastantes con los de Andrés Manuel López Obrador. Ahora, otra vez ellos dos optan por los mismos lugares, pero por Morena.
Aunque se sostiene que el orden de los factores no altera el producto, en este caso sí: hace un lustro Camino Farjat obtuvo su puesto gracias a los votos obtenidos por Ramírez Marín; ella le debe su pasado. En esta ocasión, el futuro de Ramírez Marín, segundo en la fórmula, depende de Camino Farjat.
La vocación de rémora de Camino pone en peligro incluso la aspiración de su tándem, ya que podría limitarse a asegurar únicamente su pase, dejándolo a la deriva. Tal vez por eso el acto de contrición de Ramírez Marín igual incluye apoyos públicos a otros conversos, como Joaquín Díaz Mena, El Huacho, y Rommel Pacheco Marrufo.
No nos escandaliza la reptiliana tendencia a mudar de piel y partido de los políticos. Lo que llama la atención es la facilidad con la que fueron aceptados en Morena, partido que se da baños de pureza y enarbola la bandera de la transformación. La irrupción de esta manga de candidatos-langostas es sólo una clara muestra de un preocupante relativismo moral. La moral es un árbol que da moras.
El fin justifica los medios. Ganar incluso inoculándose lo que siempre se ha criticado; ganar traicionando a una militancia que años atrás repudió a políticos a los que hoy la obligan a apoyar; ganar por ganar. Para la dirigencia de Morena, esos militantes y simpatizantes son gente sin alma ni inteligencia, gente que se limita a obedecer órdenes.
Hace cinco años la dirigencia dictaba que Ramírez Marín y Camino Farjat eran la imagen viva de la corrupción en México. Ahora, esa dirigencia se desdice y los muestra como emisarios de la transformación. ¿Pero qué cambio? Si son exactamente los mismos. La realidad no les impide seguir recitando su ficción.
Se han registrado chapulineos en todos los estados, pero el caso de Yucatán, en específico en la fórmula al Senado de Morena, rompe con todo recato. Tal vez en la cúpula piensen que, de todos los mexicanos, somos los yucatecos los menos pensantes; ya vimos incluso cómo Claudia Sheinbaum nos quiere imponer un nuevo esquema de seguridad.
La traición no radica en la decisión individual de Ramírez Marín o Camino Farjat; allá ellos y sus razones. La deslealtad proviene de la dirigencia de Morena, que engaña a sus militantes y que conjura contra el propio López Obrador y su legado.
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