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La batalla por el 2024 inició, informalmente, este domingo. Comenzó con dos actos radicalmente distintos en cuanto a dimensiones y alcance. Por un lado, Claudia Sheinbaum Pardo, abanderada del oficialismo, se registró como candidata en las oficinas del Instituto Nacional Electoral. Por el otro, como acto presuntamente apartidista, pero convocada por diversas organizaciones identificadas con la oposición, como el Frente Cívico Nacional o Sí por México, se realizó una concentración en el Zócalo de la Ciudad de México, que fue replicada en prácticamente todas las capitales del país.

La consigna “Nuestra democracia no se toca” fue la constante. En el acto de la capital del país, Lorenzo Córdova, ex consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), se pronunció en contra de la iniciativa de reforma enviada por el presidente Andrés Manuel López Obrador al Congreso, a fin de reformar a ese órgano electoral y desaparecer a los legisladores plurinominales.

Lorenzo Córdova fue el único orador, y aunque resaltó que “no estamos aquí para criticar a ningún gobierno”, las alusiones a la actual administración fueron constantes. El “manifiesto ciudadano” presentado, demanda al gobierno “no meter las manos en las elecciones”, que las autoridades locales no utilicen recursos públicos para el proceso electoral, que las autoridades electorales se desempeñen con independencia, así como blindar la elección ante la amenaza del crimen organizado y la violencia contra candidatos y la población.

 

Lee: Marcha por la democracia llena el Zócalo de la CDMX

 

En los hechos, difícilmente alguien estaría en desacuerdo con lo expresado en el manifiesto. Nadie en su sano juicio desea que factores ajenos a la voluntad de los votantes afecte el resultado de la votación el próximo 2 de junio, y esto implica varios compromisos, entre ellos la participación de la ciudadanía emitiendo su voto y como funcionarios electorales, pero igualmente que sean desterradas prácticas como la compra y la coacción del voto.

Pero entonces cabe preguntar si la democracia está bajo ataque en México o si la coyuntura por la que atraviesa el país implica una transformación de las prácticas de participación y el surgimiento de un nuevo modelo de ciudadanía.

La importancia de las palabras resalta cuando es posible distinguir que “defender la democracia” y “defender nuestra democracia” tienen matices muy visibles. El concepto, la esencia, es una aspiración de cualquier sociedad y la historia global nos ha ofrecido diversas lecciones acerca de cómo cada grupo humano tiene diferentes ideas acerca de cómo puede un gobernante adquirir la legitimidad en un ambiente en el cual la competencia electoral es prácticamente inexistente. Incluso el país que sirve de modelo como sistema democrático, Estados Unidos, ha tenido que resolver varias crisis políticas desatadas a raíz de un proceso electoral.

Pero cuando se antepone un adjetivo posesivo, lo que surge es la duda: ¿se refiere al modelo mexicano de democracia o a cómo un grupo exclusivo entiende, y por lo tanto controla, el acceso a los cargos de elección popular? Esta es la discusión de fondo. Si se trata de lo primero, la mejor defensa estará en la participación ciudadana; entendida ésta no sólo como la asistencia a las urnas, sino como en la vigilancia constante sobre el desempeño de las autoridades electas y en la respuesta a las convocatorias de mecanismos de consulta como plebiscitos o referéndum, o una que ya dejó el gobierno de López Obrador: la consulta sobre la permanencia del jefe del Ejecutivo. 

Si se trata de una defensa de la democracia en México, el tema será siempre qué tanta ciudadanía se desea en el país, considerando que se trata no sólo de las personas que cuentan con derechos políticos adquiridos, sino que están dispuestas a ejercerlos constantemente, conforme a la Constitución.

Ahora, ¿alguien puede sostener que es dueño de la democracia? Estaríamos ante un absurdo, pero tampoco es un despropósito que esto se discuta. Por muchos años se impidió que las mujeres participaran en las elecciones, ni siquiera como votantes; esto a pesar de que ya eran parte del mercado laboral o contaban con una profesión y la ejercían. A pesar de ello, en el concepto de democracia de entonces únicamente contaba el sufragio de los hombres, aunque muchos carecieran de cualquier instrucción. Costó mucho cambiar las mentalidades de aquella época.

La democracia mexicana tiene una historia particular desde que fue fundado el Instituto Federal Electoral (hoy INE), pero la institución no es propietaria del concepto. Por el contrario, después de más de 30 años, muy probablemente sea necesaria una revisión y transformación del INE, no para que responda a los intereses de la mayoría, sino para que la ciudadanía cuente con toda la información para ejercer sus derechos en un ambiente democrático.

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Lea, de la misma columna: Una ciudad para vivirla y recorrerla

 

Edición: Fernando Sierra


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