Difícilmente se puede decir que una ciudad está diseñada para sus habitantes mientras existan personas para quienes desplazarse por sus calles sea un desafío constante. Cuando alguien con alguna condición que limite su movilidad debe sortear obstáculos o no cuenta con la superficie suficiente para transitar en silla de ruedas o con un aparato auxiliar de apoyo, la urbe en cuestión no puede ser calificada como el mejor lugar para vivir, por más méritos que presuman sus autoridades.
Por el contrario, cuando el desarrollo de una ciudad es planeado pensando en quienes tienen una discapacidad, todo el entorno cambia para bien. Siempre será un beneficio para toda la urbe que el servicio de transporte público contemple accesos para personas en silla de ruedas o que requieran llevar su bicicleta de un punto a otro, pero cuando caminar por las calles es sinónimo de pasar por terrenos irregulares porque las banquetas están destrozadas o no existen, o porque hay tramos con declives pronunciados o el espacio para peatones se reduce a causa de un poste, una parada de autobuses o un árbol, es porque la infraestructura urbana básica se hizo pensando en un grupo muy reducido de la población.
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No es necesario hablar de las vías más transitadas, donde confluye la mayor parte de los peatones. Ahí es hasta entendible que por la misma concentración de personas habrá dificultades para cualquiera; pero cuando las calles alrededor de hospitales y centros de salud se encuentran en condiciones que exponen a cualquiera al riesgo de terminar como paciente a causa de un traspiés o por pérdida del equilibrio, ¿quién es responsable en caso de accidente?
Resulta muy distinto hablar de oficinas y sitios públicos accesibles para quienes requieren de un apoyo para desplazarse. Aquí suele haber adelantos, o podemos hablar de un piso mínimo en el cual hallamos rampas de acceso y baños para personas con discapacidad motriz. Sin embargo, por regla general, hay una gran área de oportunidad en cuanto a quienes requieren del auxilio de un perro lazarillo o con una discapacidad intelectual.
En Mérida, las recientes obras del Ie-Tram han resultado en un desafío para los automovilistas, que han tenido que modificar sus rutas habituales. Pero para las personas adultas mayores, vecinas a los trabajos, y que requieren desplazamientos cortos, ha quedado el riesgo de caer en una zanja, tropezar con el escombro desprendido o por lo menos quedar expuestas a la falta de empatía por parte de los trabajadores, incapaces de detenerse un momento para auxiliarles en el cruce.
Que existe una mejoría en el servicio de transporte, por supuesto; lo que se quiere recalcar es que todavía, en buena parte de la capital yucateca, hay mucho por hacer en favor de quien camina, y especialmente de quienes tienen alguna discapacidad que les limita para moverse a la velocidad que lo haría una persona neurotípica.
Este problema, que es de diseño urbanístico, no es exclusivo de Mérida. Al contrario, está extendido por todo el país y se da tanto en el espacio público como en el privado. Sobran ejemplos de personas que en las plazas comerciales invaden los lugares de estacionamiento para personas con discapacidad, y lamentablemente son el pan de cada día; esa es, también, una de las mejores muestras de la calidad de ciudadanía que se tiene.
La inclusión y la calidad de vida inician cuando la oportunidad de acceder y disfrutar del espacio público es para todas las personas, independientemente de su edad, origen étnico, condición de discapacidad, en fin, de cualquier característica que la coloque fuera de la “normalidad”. Al basar el diseño de la ciudad y su infraestructura contemplando que potencialmente será utilizada por personas con distintas necesidades, lo que se tiene es una urbe cada vez más habitable, y donde de verdad vale la pena vivir y defender la calidad de vida alcanzada. La urbe se convierte, de esta forma, en un proyecto compartido entre gobernantes y gobernados, y al final ganamos todos.
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