“Una mañana, tras un sueño intranquilo, se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación al grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto”.
“¿Qué ha ocurrido?”. El argumento de La metamorfosis con el que Franz Kafka revolucionó la literatura moderna se transformó hoy día en una metáfora para describir a decenas de políticos que, de la noche a la mañana, se despertaron recitando los salmos del partido en el poder. Aquí, ahora, lo kafkiano es costumbrista. Mientras que el cambio de Gregorio Samsa provoca asco y miedo, las posturas de los conversos mueve a la incredulidad y vergüenza ajena.
En la víspera del sueño intranquilo, estos políticos intentaron prender fuego al enjambre en el que hoy adulan por medio de la timbalización, tremulación, crepitación y percusión; festejaban y celebraban las derrotas de sus ahora aliados, sin ahorrarse insulto alguno. Coreaban consignas que antes alguien les escribió, haciéndolas suyas. Cajas de resonancia de propaganda, repetidores de consignas, porristas.
Como ahora. Pero aun antes de la metamorfosis, el cerebro de estos políticos era de artrópodo, pues bastó el alba para resetear su memoria. Ayer insultaron con rabia; hoy alaban sin pudor. Al fin y al cabo, son profesionales en eso de fingir. El problema radica en querer arrancarnos los recuerdos, de extirparnos las declaraciones en las que decían exactamente lo contrario a lo que dicen hoy. Para ellos, la memoria es un lastre; para nosotros, una tabla de salvación. La campaña se volvió sinónimo de lobotomía.
Hombres y mujeres que quieren un mejor país abundan, y muchos estarían dispuestos a participar en la política para lograrlo. Es ahí donde se hace muy difícil comprender el reciclaje de políticos totalmente quemados, cuyo mejor destino sería el olvido. Aun así, se empeñan en mostrarlos como Pablo de Tarso, y absolverlos de sus pecados —en los casos más graves, exorcizarlos. Más que una estrategia de sumar es un recurso en el que el fin justifica los medios.
Toda campaña se reduce a elegir entre dos o más caminos. Ahora, la cartografía es difusa y muestra senderos zigzagueantes; más que ruta a seguir parece ser trayectoria de teporocho. Los mexicanos merecemos más que una manada de mercenarios; los militantes de los partidos, en específico, se merecen aún más: no sólo son destino, son, principalmente, origen. Cuántos fueron relegados por los recién llegados; cuántos, hechos a un lado, obligados a tragarse agravios.
El cambio por conveniencia de un partido a otro no es un proceso romántico, metáfora de la crisálida; es una transformación brutal, una aberración, en la que un hombre o una mujer se despoja, por dinero o por poder, de sus supuestos principios para abrazar otros, en algunos casos tan diferentes como el agua y el aceite. La integridad de una persona se forja en la fragua de la vida, no se genera espontáneamente. Un político corrupto no deja de ser corrupto por cambiar de siglas. Ejemplos sobran y sería insultar la inteligencia enumerándolos.
La irrupción de arrepentidos es efímera; como manga de langostas. Así como la vida de la mosca de la fruta es de dos a siete días en verano y de 20 a 30 días en invierno, el protagonismo de los chapulines políticos dura lo que dura una campaña; depende de nosotros exiliarlos o no al olvido. La muerte de Samsa es el resultado de su estado de metamorfosis y la forma en que su familia y la sociedad lo tratan. “Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro”.
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