Opinión
Felipe Escalante Tió
13/06/2024 | Mérida, Yucatán
La mañana de aquel 4 de octubre de 1931 debió ser la de un domingo común para los meridanos que, después de desayunar y en pleno paseo, se acercaban a los lugares habituales a conseguir su periódico, pero especialmente porque en los principales cafés y estanquillos encontraban una revista muy particular, que había surgido apenas ese año y que hasta la fecha es la publicación ilustrada más longeva de Yucatán: el semanario La Caricatura.
Lo particular que encontrarían los lectores aquel día en La Caricatura, que se definía como una “revista humorística de crítica sana”, era una colorida portada en la cual el ilustrador, Pedro Vadillo, se salía del habitual paisaje yucateco y, en cambio, representaba uno de los lugares más representativos de la Ciudad de México, pero que hasta entonces no había sido visto en imágenes más que por quienes habían tenido acceso a publicaciones que reprodujeran fotografías, y esas se caracterizaban por su alto precio y, por lo tanto, ser poco accesibles.
En cambio, La Caricatura fue un semanario sumamente popular. Los 10 centavos que costaba no debieron resultar un gran sacrificio para su público, que estaba enfrentando una economía deprimida por varios factores, siendo el principal la crisis internacional desatada en octubre de 1929, pero también por la caída en la demanda del principal producto de exportación que tenía Yucatán: el henequén.
Suele decirse que en un periódico, el caricaturista tiene tres personajes prohibidos: la virgen de Guadalupe, el ejército y el Presidente (“la virgen, porque es sagrada; el ejército, porque es peligroso, y el Presidente porque es sagrado y peligroso”, se solía advertir en las redacciones), y Pedro Vadillo tuvo la osadía de dibujar el castillo de Chapultepec, de donde se asoma el presidente Pascual Ortiz Rubio, mientras, pasando el bosque de ahuehuetes, en el lago sé a otra persona cuyos rasgos marcados permiten reconocer de inmediato al general Plutarco Elías Calles; un tanto fuera de cuadro, apenas asomándose a la escena, hay alguien más.
Por el diálogo nos enteramos que Ortiz Rubio, que luce desproporcionadamente grande en comparación con el castillo y el asta bandera, se encuentra vociferando; aunque tal vez las palabras que pronuncia mientras mantiene los brazos abiertos pudieron haber sido como para intentar convencerse a sí mismo de ellas: “¡Qué hermoso paisaje! Y pensar que yo aquí soy el que mando”.
El diálogo lo completan “un peladito”, que es el personaje del cual apenas se distinguen un brazo y una parte de la cabeza, cubierta con un enorme sombrero, quien se dirige al del bote: “¿y usted, mi general?”, “Pues yo aquí… remando”, contesta el de la embarcación, a quien se ve precisamente sosteniendo con firmeza un remo, pero por la posición de la imagen suponemos que tiene otro en la mano derecha.
¡Vaya manera de sintetizar la situación política de entonces! No se trataba únicamente de que quien tenía el poder real era el general Calles, sino que las actitudes entre ambos personajes no pueden ser más opuestas. Ortiz Rubio, vestido de gala, se ubica en lo alto del castillo, aislado, aunque también está feliz de encontrarse solo. Por el enunciado, y la apertura de la boca, pareciera que su voz llega muy lejos, pero no es lo único que cuenta.
En el lago, y cerca de “los pelados”, se encuentra Calles. Sin duda, a pesar de todos los chistes que circularon sobre su carácter, ejercía un liderazgo que llegaba a los estratos populares de la época. De ahí que se le encuentre en una actitud más relajada: no solamente sabe que hará un esfuerzo físico y por ello no viste ni el uniforme militar y menos alguna ropa ostentosa: apenas el chaleco que deja ver una camisa a rayas, y está al nivel de su interlocutor, que representa al pueblo.
Ortiz Rubio estaría todavía casi un año más en la Presidencia, de la cual se separó en septiembre de 1932. Hasta la fecha se mantiene como el último presidente que renuncia al cargo. Su legado también es de una gran cantidad de chistes, pero eso es materia de otra historia.
Edición: Estefanía Cardeña