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No es mundo para viejos

La certeza de la edad, cuando se reconoce, aliviana el paso
Foto: Reuters

La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven. No se acordaba quién lo había dicho, ni cuándo ni dónde; en realidad, no se acordaba de muchísimas cosas. No se acordaba del año en que vivimos; no se acordaba ni del día. Confundía los nombres de las personas, y en ocasiones incluso los confundía: intentó besar a una mujer parecida a su esposa. 

La memoria no era lo único que le fallaba: le costaba mucho caminar; sentía que sus pies se arrastraban en el fango, torpes, sin coordinación. Varias veces estuvo a punto de caerse. Le costaba reaccionar, y le tomaba una eternidad voltearse o cambiar de ritmo. El tiempo comenzó a hacerse más lento, ajeno al frenesí del instante. 

La lentitud sólo era un síntoma del dolor. El idioma del sufrimiento se traducía en sus reacciones de trasatlántico: no era que su físico no pudiera reaccionar: la razón de su lentitud era para no sufrir los truenos de esos músculos y huesos bíblicos, tan viejos ya que olían a biblioteca. 

Intentaba domar el relámpago del dolor con un cóctel en las mañanas y tardes. Un carnaval de pastillas y píldoras escondían bajo fórmulas químicas achaques y calambres. Una de esas pastillas, minúscula ojiva atómica, le causaba alucinaciones. Se dio cuenta cuando vio, una noche de insomnio, a su hijo muerto. 

Le tendía la mano a personas que nadie más veía, se intentaba sentar en sillas inexistentes; hablaba con elfos y gnomos, se reía en velorios, intentó patinar en un bautizo. Pero prefería sumergirse en ese éter al taladro de los años. Nadie, se justificaba, se da cuenta. Nadie, repetía. En las noches, cuando los químicos se convertían en rocío, recordaba sus ridículos. 

Aún así, y cuando los síntomas de la senilidad se habían convertido en comidilla de sobremesa —en botana de cantina— nadie se atrevió a ponerle un espejo, tal vez en un acto de misericordia; tal vez, de miedo. Y ese silencio reforzaba la letanía con la que se arrullaba en las noches de penitencia. Él no contaba ovejas, hacía una recapitulación de absurdos que abortaban sueños.

La vejez existe cuando se empieza a decir: nunca me he sentido tan joven. Y él no dejaba de repetirlo, pero de su cerebro, ya ciénaga, comenzaron a brotar borbotones de palabras incomprensibles; fuente de frases divorciadas de la lógica. La palabra loco dejó de susurrarse y comenzó a pronunciarse en voz alta, tan alta que rasgaba la piel, como cuchillo; tan alta que incluso él la escuchaba. Se escupía desde el desdén de la juventud. 

Porque él no estaba loco; él, simplemente, estaba viejo, aunque lo negara. Ya no era el de antes. Caminaba ya por un sendero que sólo conocen los que ya lo hicieron, sufriendo los laberintos del recuerdo y los recovecos del olvido. Un precipicio lejos del principio, en el que ya se ve, en un horizonte que se agranda, el fin. 

Fue en esa certeza, tal vez la última, en la que se reconoció anciano, y que ya no era capaz de hacer lo que hacía antes. Fue en ese instante de lucidez cuando supo que era momento de aceptar y abrazar el destino —el suyo y el de todos. Comenzó, entonces, a caminar a su propio ritmo, sin prisas, para disfrutar las vistas de ese nuevo tramo. 

Hay noches en las que añora su vida anterior, en las que extraña el poder despertarse sin dolor alguno. Esa marea de recuerdos, sin embargo, no ahuyenta los sueños, sino que los vivifica, tanto que dan coletazos y los oye respirar. Hay noches en las que no quiere dormir, y aprovechar así todos los segundos que le quedan. Aún así, aún viejo, es feliz.

Un viejo feliz, con la certeza que el secreto no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.


Lea, del mismo autor: ''Mejor cerdo que fascista''

Edición: Fernando Sierra


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