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Foto: Twitter @SCJN

La propuesta de ley para la reforma judicial ha despertado distintas vías de discusión en medio de un creciente proceso de politización ciudadana en los últimos años. Sin duda la cuestión es compleja y tiene diversas aristas, más aún, en un país que tiene históricamente una fuerte deuda en relación con la impartición de justicia. 

Sólo me quiero detener en un supuesto que atraviesa la polémica en conexión con la posible elección popular de los jueces. Esta discusión se ha conducido por parte de los opositores a partir de dar por sentada una dicotomía entre conocimiento técnico y juicio político. Como explica Mark B. Brown en su libro Science in Democracy, esta vieja distinción en la teoría democrática podemos rastrearla hasta autores como Weber o Mill, y es paralela a la idea de que, debido a la complejidad de las sociedades modernas, los ciudadanos pueden decidir el rumbo de la sociedad, es decir, pueden dirigir el barco, pero no les corresponde trazar las estrategias para llegar ahí, porque es el capitán el que está en condiciones de tomar tales decisiones. Dicho brevemente, los ciudadanos deciden las metas políticas, pero no lo medios. Si lo pensamos en este caso concreto, querría decir que los ciudadanos pueden juzgar los resultados de las decisiones tomadas por los expertos para mejorar la impartición de justicia, pero no tienen competencia técnica para evaluar las características específicas de quién y cómo debe hacerlo. 

Así, las teorías liberales del gobierno representativo proponen que la competencia técnica es una fuente de conocimiento e institucionalidad que implica que los ciudadanos tengan un papel más cercano al de testigos que al de participantes de la deliberación pública y, por tanto, de las estrategias para establecer políticas públicas. Esta perspectiva bastante común en las democracias contemporáneas presupone que el conocimiento técnico de los expertos conlleva una perspectiva apolítica de los asuntos públicos, a ello se refiere normalmente la oposición cuando vincula la idea del experto con la garantía de una opinión independiente o desinteresada y que oponen a la elección popular. A su vez esta conexión entre técnica e independencia es heredera de la idea de que existe una racionalidad científica, que no está influida por valores o intereses, sino por la mera búsqueda de la verdad, normalmente traducida en control y eficiencia pura. 

Sin embargo, como también apunta Brown, no solamente los ciudadanos son capaces de evaluar los juicios del experto, tanto a partir de sus resultados como de sus procederes, sino que, como hemos dicho en otras ocasiones en esta columna, la competencia del experto no siempre está despolitizada. La historia de la ciencia, la técnica y de los especialistas en general han mostrado que no tenemos muchas razones para considerar que las comunidades de expertos, en tanto individuos, son más confiables o independientes que los ciudadanos de a pie (sus desacuerdos también pueden conllevar medios políticos como el voto o la coerción). En definitiva, la experiencia técnica en cualquier campo no garantiza la imparcialidad o la inexistencia de conflictos de interés, más aún, los conceptos mismos que se usan en un campo especializado implican de forma implícita supuestos que involucran valores e intereses.

Un ejemplo que ilustra esta falsa creencia está documentado en el libro de Marion Nestle (Food Politics), donde relata cómo en la década de los 80 del siglo pasado la industria de la comida, especialmente la de la carne y los lácteos, se dieron cuenta de que era posible tener más ventas si usaban las recomendaciones dietéticas del gobierno para promover el consumo de sus productos, en lugar de oponerse a ellas ¿cómo? Usando un lenguaje técnico. En lugar de hablar de comida como tal, es decir, de frutas, vegetales, granos, lo que hicieron fue recomendar nutrientes específicos, tales como proteínas, grasas saturadas, colesterol. Como finalmente casi cualquier comida contiene alguno de estos nutrientes, este giro del lenguaje los mostraba como más saludables, ocultando los intereses de las corporaciones. 

Históricamente ha sucedido que de forma engañosa se coloca a la razón de la élite por encima del consenso popular usando el supuesto de que el propósito de la política es descubrir la verdad (siguiendo a la ciencia) a través de la deliberación racional. Como resultado, se presupone que aquellos “más capaces” para deliberar están en mejor posición de representar a quien sea, sin que resulta necesaria una vía democrática. Como dice Brown, hacen de la democracia un oxímoron. 

En suma, esta visión racionalista de la ciencia y la política desprecia las dimensión social y política del experto, por lo que resulta imperativo discutir, en aras de la justicia, la representación democrática a partir de repensar la visión tradicional del experto, porque no se trata de un sujeto sin intereses, opiniones, valores, defectos o vulnerabilidades. 

*Profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de Guadalajara



Edición: Fernando Sierra


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