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del

Gobierno, estado y cultura

¿Podemos imaginar un nuevo proyecto que impulse el arte en México?
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Hace algunos años, un tipo pretendía enredarme en una discusión en torno a la obligación que, según él, las diversas instancias de gobierno tenían de promover el arte y la cultura; ante lo bizantino del asunto, a mí se me ocurrió preguntarle si él sabía de una especie de equivalente norteamericano, francés o alemán de algo que en ese entonces se conocía en nuestro país como Conaculta.

Al no tener respuesta a mi solicitud, la disputa que él quería emprender conmigo quedó desactivada y yo libre de entrar en un callejón sin salida en el que no deseaba enfrascarme. Como quiera, a manera de despedida le dije una frase que ahora quiero recuperar: “La cultura se produce a pesar de los funcionarios…”.

Como quiera, el “modelo mexicano” que emanó de la Revolución (donde la promoción cultural es una política de Estado) ha tenido una gran relevancia y ha sido un factor decisivo en el desarrollo del arte de nuestro país y poco a poco ese modelo fue incorporando a su proyecto otros ámbitos de lo cultural como la gestión arqueo-antropológica, programas editoriales, la promoción del libro y de la lectura, del arte popular, de las prácticas culinarias, el rescate de las lenguas originarias, el rescate y preservación de archivos diversos y de muchas otras labores humanas que poseen valor simbólico para comunidades específicas.

Este modelo de trabajo y promoción cultural no tiene antecedentes ni réplicas que ofrezcan los resultados que hemos tenido, pero quizá acusa ya un desgaste importante que nos obliga a replantearnos la relación del Estado, el Gobierno y la Sociedad Civil con respecto de las culturas y las artes. 

Considerando que en otros países no hay instancias con funciones similares a nuestra Secretaría de la Cultura y las Artes, se hace necesario analizar si las políticas actuales de cuño neoliberal instrumentadas en el salinismo deben perpetuarse o si es necesario al menos un matiz que permita que nuestras instancias culturales puedan ir más allá del mecenazgo y el apapacho que algunos siguen reclamando y que, en un esquema de competencia y no de solidaridad, ha generado cofradías y grupúsculos que usufructuaron los recursos durante décadas, privilegiando los centros hegemónicos y discriminando a las periferias (en Francia y en España hay un Ministerio de Cultura —en ambos casos con el objetivo de promover el acceso al arte entre un amplio número de receptores— y en Estados Unidos no hay un organismo gubernamental de fomento del trabajo cultural y el modelo de promoción se ordena alrededor de fundaciones privadas o de particulares, así como de algunos organismos de gestión gubernamental para el trabajo artístico —“National Endowment of Arts”—; en Alemania hay un modelo híbrido entre el francés y el norteamericano, con una mayor participación gubernamental, aunque sin los alcances del modelo mexicano).

Las tareas culturales de sociedades en transformación requieren de creatividad y sentido de la innovación; la cultura es un vehículo emulsionante de la vida social y ésta (la vida social) ha visto una merma en su sentido comunitario a partir del individualismo en que se sustentan las sociedades neoliberales. Hoy día, la promoción cultural no puede reducirse a la organización de eventos sino a la gestión de encuentros humanos entre agentes marcados por la diversidad, y el gran reto de las tareas culturales promovidas desde el gobierno es justamente el de propiciar la interacción entre actores sociales diferentes en formas de vivir, de mirar el mundo y de expresarlo, en un esquema donde participen grupos muy diversos e incluso tenga cabida la iniciativa privada como entidad actuante en la vida cultural de las diversas regiones del país.

Eso que llamamos genéricamente "cultura" es una amalgama de estilos y maneras de vivir, mismos que pueden o no coexistir en armonía a partir de los valores centrales de una sociedad. Las culturas tienen necesariamente un fondo conflictivo, pero el marco ético de una sociedad ofrece en mayor o menor medida una posibilidad para que el conflicto se desactive, se resuelva o no desarrolle niveles irracionales de violencia. En una sociedad que privilegia la cultura de la competencia, el conflicto está siempre como un telón de fondo; en una sociedad que promueve la cooperación y el sentido comunitario, el conflicto no desaparece pero tiene rutas firmes de gestión.

¿Cómo conectamos del cultivo de una forma de vida (el cultivo de una ética) con el desarrollo de una estética que sea congruente con esa forma de vida? Las instituciones educativas y culturales son los instrumentos fundamentales para edificar, más que vida social, existencia comunitaria, y ésta sólo es efectivamente viable si se desarrollan mecanismos de inclusión. 

Quienes habitamos en Mérida, por ejemplo, poco sabemos de la producción artístico-cultural no ya de municipios como Dzan, Chapab o Chikindzonot (enclaves que muchos no sabrían ubicar en un mapa), sino de municipios más conocidos como Valladolid, Tekax, Tizimín o Progreso. 

Un proyecto cultural revolucionario tendría que hacer un esfuerzo de creatividad para propiciar el encuentro, el diálogo y hasta la confrontación entre las diversas miradas humanas. Yo intuyo que, a pesar de las probables divergencias, somos una gran sinfonía cósmica: un coro lleno de voces diversas que persisten armónicamente; es probable que en Temozón o en Tzucacab haya algún pintor interesante que debiéramos conocer en Mérida; ¿qué le diría a un niño de Chichimilá o de Tinúm un poema leído por Rubén Reyes o un cuento de Carlos Martín?; ¿cuánto aprenderían Rubén o Carlos de algún escritor de Halachó o de Cuzamá? 

Sin un efectivo encuentro humano, la promoción cultural deviene en simple, triste e insustancial oropel.

Lea, del mismo autor: Roldán...

Edición: Fernando Sierra


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