Si bien los griegos fueron los primeros en concebir una sociedad donde las decisiones se tomasen por la vía del consenso comunitario, su noción de democracia nada tenía que ver con la elección de autoridades pues esto era impensable en un régimen aristocrático que se fundamentaba en la dirección de aquellos que estuviesen mejor capacitados para una tarea. Como quiera, la democracia tenía como condición necesaria la discusión pública de los asuntos de la comunidad y ello suponía un ejercicio constante de los fundamentos de la lógica y una vigilancia sistemática de las probables trampas de la retórica o de la argumentación falaz.
La Grecia clásica era una sociedad muy interesante. En ella no existía una clase sacerdotal que definiese los afanes de toda la comunidad y muchas circunstancias de los destinos de la llamada “polis” se sometían a una discusión abierta y pública en la que no podían participar las mujeres, los infantes y los esclavos. Para los griegos, la participación política era la actividad más importante de su condición de ciudadanos, algo que, sin embargo, no estaba al alcance de toda la población.
Casi 2 mil años después, la idea de democracia resurge, pero ahora de una nueva manera misma que tiene en el sufragio su condición fundamental, lo que puede ser un tanto tramposo cuando se segrega al pueblo de la toma de decisiones. Elegir un gobernante es sustancialmente distinto a decidir los destinos de una sociedad y el ejemplo de la elección de Fox en nuestro país ilustra esta afirmación.
Y es que la democracia moderna tuvo un origen sectario pues el derecho al voto estaba lleno de restricciones. Los primeros ejercicios democráticos en los Estados Unidos estaban acotados solamente para quienes pagaban impuestos; en Francia se instrumentó el sufragio censitario al que sólo tenían derecho algunos sectores de la sociedad como, por ejemplo, los varones propietarios de bienes inmuebles y/o aquellos que tenían altos niveles de rentas, así como los franceses blancos alfabetizados. Además, algunos sufragios tenían más valor que otros y ello implicaba en muchas ocasiones que unos pocos decidieron por toda su comunidad anteponiendo sus intereses particulares por encima de las mayorías.
Buena parte de la legitimación de este ejercicio sectario de la democracia se centraba en el argumento de que el pueblo ignorante no podía tomar decisiones sensatas, algo que se sigue argumentando hoy día entre los sectores más oscurantistas y clasistas.
La pregunta sería: ¿para qué queremos la democracia? De Tocqueville a Kelsen, las respuestas giran en dos sentidos: la primera propone que la democracia es un factor decisivo para la conquista de la igualdad de condiciones de vida (el asunto de la igualdad de oportunidades no estaba en el horizonte cultural del siglo XIX); la segunda afirma que la democracia es la condición necesaria para el ejercicio de nuestras libertades. Como quiera, no hemos encontrado fórmulas que permitan que la igualdad cívica se constituya en igualdad social.
Si pudiésemos construir un ideal de democracia en el que se balanceen las bondades de la democracia griega y de la democracia moderna, tendríamos que buscar mecanismos que no sólo nos permitan elegir a nuestros gobernantes, sino también discutir y participar rigurosamente en las decisiones sobre nuestro destino comunitario, algo que en teoría debe acontecer a través del poder legislativo de algunos países.
La paradoja de la democracia moderna estriba en que una elección que se gana por mayoría abrumadora reduce la calidad de la propia democracia en la medida en que la oposición minoritaria entra en un estado crítico que le impide diagnosticar con claridad las causas de su derrota.
Desde luego que esta circunstancia no es atribuible a quien obtuvo un triunfo contundente en las urnas, sino —fundamentalmente— a la incapacidad prospectiva de quien perdió. La pérdida de sustancia democrática en una sociedad deviene, en este caso, de las atrofias argumentativas de una oposición que no entiende las razones de su debacle y que pretende ejercer la manipulación y el sofisma como estrategias discursivas, sin percibir que éstas ya no son eficaces.
Vivimos, pues, en una democracia enrarecida por la incapacidad de la oposición para articular un discurso coherente que posibilite un debate de altura. Hoy por hoy, la democracia sólo se justifica por el bienestar y los niveles de equidad que genera entre la población y ello sólo se produce tomando desde el poder decisiones sensatas que sean resultado de un debate serio. Personajes como Lilly Téllez, Kenia López, Enrique Vargas o Alito han convertido el debate parlamentario en una camorra de cabaret, sin darse cuenta de los niveles de politización que ha alcanzado una buena parte de la población del país.
Con personajes de luces tan escasas, la calidad de nuestra democracia se adultera, obstaculizando nuestras posibilidades de una vida mejor en todos sentidos.