Opinión
La Jornada
21/10/2024 | Ciudad de México
El
asesinato del párroco tsotsil Marcelo Pérez Pérez, perpetrado ayer en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, no sólo es un hecho atroz en sí mismo, sino que agrava el de por sí agudo deterioro del estado de derecho en esa entidad del sureste, afectada por múltiples confrontaciones y por el accionar de poderes fácticos y generadores de violencia.
Ha de tomarse en cuenta, asimismo, que el liderazgo de Pérez Pérez pudo generarle diversos enemigos, tanto entre las bandas delictivas dedicadas al tráfico de estupefacientes y de personas con presencia en Chiapas como entre los sectores reaccionarios y clasistas que siguen considerando que la entidad es una hacienda privada.
Lo cierto es que el religioso había sido blanco de múltiples amenazas por parte de cacicazgos y de grupos delictivos que operan en la entidad, amagos que en su momento fueron señalados por organismos nacionales e internacionales de derechos humanos. Se trató, por ello, de un crimen anunciado y de una señal inequívoca de la determinación de los generadores de violencia de seguirse enseñoreando en la entidad del sureste.
Son ciertamente positivos el anuncio emitido ayer mismo por la presidenta Claudia Sheinbaum de que el gobierno federal ya abrió una investigación para esclarecer el homicidio, así como la promesa de la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, de que no habrá impunidad en el caso.
Pero, más allá del obligado esclarecimiento y la sanción a los culpables de este asesinato, parece necesario que los gobiernos federal y chiapaneco apliquen con urgencia los cuatro ejes de la política de seguridad anunciada por la mandataria el pasado 8 de octubre: atención a las causas sociales de la violencia, consolidación y despliegue de la Guardia Nacional, inteligencia e investigación policial y coordinación estrecha entre la federación y los estados.
Porque lamentablemente, como lo evidencia este crimen, la descomposición en Chiapas está lejos de haber tocado fondo.
Edición: Ana Ordaz