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La Constitución que no es

La modificación de las leyes, ¿en nombre de un pueblo unívoco y monolítico?
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

Ojalá que estas líneas se tomen únicamente como lo que son: la reflexión de un lego que tiene una muy vaga idea acerca de lo que son las leyes, cómo funcionan, y para qué sirven; pero que cree que responden a la necesidad humana de contar con una suerte de “manual del usuario” para quien quiera vivir en sociedad. Creo que Moisés, que no era un personaje de largas barbas blancas, sino el nombre de un consejo de ancianos empeñado en lograr que los hombres y las mujeres de su pueblo no acabaran por molerse los huesos a pedradas y a palos entre ellos, se retiraron a un cerro a deliberar acerca de la mejor forma de lograr ese propósito. Después de pasar varios días alegando alrededor de una fogata, decidieron que sería buena idea grabar en piedra unas cuantas reglas fáciles de recordar, que dejaran claro cómo tendría que conducirse cualquier persona que quisiera ser considerada parte de su pueblo. Luego les llamarían mandamientos, y les endosarían sanciones por incumplimiento, y fórmulas para vigilar que no se violentaran ni por distracción. Pero antes no fueron más que eso: un documento constituyente. En esencia, una constitución.

De ahí en adelante, al menos en lo que con prepotencia imperial y eurocéntrica seguimos llamando “occidente”, las cosas se han ido complicando, y ahora hay constituciones de chile, de dulce y de manteca. Pero al final del día, la intención original es la misma: si quieres considerarte mi connacional, tienes que responder al perfil dibujado en estos artículos, que cada vez más tienden a incluir lo que hemos dado en llamar los “derechos humanos”, además de algunas particularidades acerca del territorio, las formas de organización social, y las maneras de gobernar. A medida que las comunidades crecen, incluyen gente más diversa, y se hacen más complejas, estos códigos se van convirtiendo en semillas de las que brotan otros, más detalladas, y dirigidos a regular y ordenar aspectos cada vez más detallados de las crecientes actividades comunitarias. Empieza entonces a urdirse la maraña de leyes secundarias, generales, estatales, reglamentos, normas oficiales y técnicas, ordenanzas municipales y bandos de policía y buen gobierno.

Como el entramado de las leyes crece no solamente en número, sino en complejidad, e intenta lidiar con cada vez más situaciones, grupos e intereses, es prácticamente inevitable que vaya incluyendo contradicciones, disposiciones que parecen justas a unos, pero lesivas para otros, y vacíos de asuntos que generan controversia, pero no se contemplan con eficacia en las disposiciones vigentes. Esto es inevitable en una sociedad viva, que se mueve, crece y se desarrolla. Para transitar este laberinto, e intentar hallar para cada conflicto algo parecido a una solución, que no satisfaga del todo y necesariamente a ninguno de los involucrados, pero encuentre un escenario que les permita convivir en paz, es que la sociedad ha ido formando esos peculiares especialistas que llamamos abogados, jueces, magistrados y ministros, y ha creado despachos y cortes de diversos niveles, capaces de fallar a favor o en contra de una u otra posición.

Creo pues, que en el contrato social de una nación hay un lugar muy claro para la constitución política, que es algo así como el alfa y el omega de la identidad de quienes constituyen esa nación, y de las reglas que les permiten compartir su territorio, recursos, versiones de su historia, y posibilidades de futuro. Alfa, porque es la herramienta que permite definir la pertenencia a ese cuerpo social, y omega porque, toda vez que termina cualquier discusión, desavenencia o controversia, lo hace en los términos que estipula precisamente esa carta magna. Pero también creo que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos ha dejado de ser el instrumento adecuado para cumplir con ese papel.

Desde que fue formulada la versión de constitución que hay nos rige, en 1917, a la fecha, ha ido sufriendo múltiples reformas y adiciones. Muchas de ellas, como la inclusión de los derechos humanos en el primero de sus artículos, o la inclusión de categorías de corte ambiental en el artículo tercero y el vigésimo séptimo, han sido fruto de la necesidad impuesta por la propia historia. Otras han resultado de una situación política coyuntural, como las que modificaron las condiciones que norman la propiedad social de la tierra y debilitaron la figura del ejido como arreglo de gobernanza, durante la administración encabezada por el señor Salinas.

A últimas fechas hemos visto un verdadero alud de reformas, algunas de las cuales rebasan, al menos a mi juicio, los terrenos que una constitución política debe abarcar, como es el caso de la prohibición de los famosos “vapeadores”, o la inclusión del criterio de protección animal, ambos temas materia de diversas leyes secundarias generales y locales, u objeto de otros ordenamientos. En otros casos, las reformas introducen contradicciones, paradojas o incoherencias en el marco constitucional, como es el caos de la inclusión de la prisión preventiva oficiosa para quienes cometan alguno de un número considerable de delitos del orden común, dando al traste con el principio elemental de la presunción de inocencia y entrando en una contradicción insoslayable con la propia salvaguarda de los derechos humanos que la misma carta magna ofrece.

Todo esto sucede en nombre de una mayoría que no es más que la más numerosa de las minorías que componen la sociedad mexicana, cuyos representantes se han apropiado de la ficción del pueblo unívoco y monolítico, lo que parece autorizarles a escuchar cualquier voz que les cuestione. Quizá lo que sucede hoy es que ya no podemos reconocer ni reconocernos en la constitución, porque la nación misma está inmersa en un cataclismo social del que solamente podrá salir reconstituyéndose. Quizá se acerque el momento de redefinirnos como nación, y formular una nueva constitución, de cabo a rabo.

Lea, del mismo autor: La fauna y el tren

Edición: Fernando Sierra


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