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1.5° C, o la inocencia de Darwin

El panorama es poco favorable para contener las emisiones de gases de efecto invernadero antes del 2030
Foto: Reuters

Hace unos días, apareció en algunos medios de comunicación una nota acerca del acto (algunos dirían que valeroso) de un par de activistas británicos, que tuvieron la peregrina idea de borronear, con pintura anaranjada, la consigna de que “el 1.5°C ha muerto”, sobre la lápida en el sepulcro de Charles Darwin, en la abadía de Westminster. Está cada vez más claro que la humanidad no logrará contener las emisiones de gases de efecto invernadero para mantener por debajo de esa cifra el incremento de la temperatura del planeta antes del año 2030.

Mientras los gobiernos continúan empeñados en promover e impulsar modelos de desarrollo más o menos convencionales, basados en el empleo de combustibles fósiles para la generación de energía, y en la construcción de infraestructura para movilidad y otros servicios, y los dueños del dinero insisten en acrecentar sus riquezas con base en la extracción de recursos, la industrialización y la producción de monocultivos, todo ello en la persistencia de los mercados; iremos enfrentando cada vez más fenómenos catastróficos, como incendios, huracanes e inundaciones, y quizá incluso una actividad volcánica exacerbada. A esto habrá que sumar tasas más veloces de erosión de la biodiversidad, zoonosis debidas a la modificación de la distribución geográfica y los ciclos de vida de diversos organismos vector, aparición de nuevos padecimientos virales que posiblemente se manifiesten como pandemias, olas de calor y cada vez mayores dificultades para garantizar la cantidad suficiente y calidad apropiada de agua para las comunidades humanas.

La resiliencia de las comunidades a una circunstancia cada vez más adversa resultará cada vez más precaria, y las medidas de adaptación resultarán técnicamente más complejas, y económicamente más onerosas. A pesar de que esto se sabe más allá de toda duda razonable, los países más ricos que han sido además los responsables de la mayoría de las emisiones de gases de efecto invernadero, continúan resistiéndose a cargar con una porción equitativa de los gastos que se requieren para abatir las causas y efectos del cambio climático, y las naciones más pobres reclaman su derecho a impulsar el desarrollo de sus pueblos, con base en modelos que poco contribuyen a mejorar la situación, porque responden a las vías ya probadas de aprovechamiento cortoplacista de los recursos disponibles.

Hay entonces motivos de sobra para protestar, y para luchar por generar conciencia en todos los actores sociales, ante el hecho de que la emergencia climática ya no es inminente: estamos sumidos en ella. Lo que no puedo quitarme de la cabeza es que hay mejores maneras de protestar, y de llamar a la conciencia y al compromiso, que la desfiguración vandálica de monumentos y obras de arte. Entiendo que haya activistas que consideren que la manera más eficaz de ganar visibilidad es desfigurar lo que usualmente se considera bello, monumental o simbólico, aún cuando se le haya calificado como patrimonio mundial de la humanidad; y quizá en efecto se hagan ver al llenar de pintura un retrato, un edificio o un cuadro, o al adherirse con pegamento a una pieza de museo. Pero su mensaje queda demeritado hasta la inutilidad ante la avalancha de críticas que le siguen, muchas de ellas emitidas por otros que, de otra manera, estarían en todo de acuerdo con el contenido de su discurso. Recuerda más a la destrucción de los monumentos de Alepo o Palmira, que a las manifestaciones de Greta Thumberg, o las marchas del orgullo LGBTIQ+.

Quienes decidieron que era buena idea desfigurar la lápida del sepulcro de Charles Darwin parecen no haber tenido en cuenta el hecho de que buena parte de los que niegan la realidad o la trascendencia del cambio climático global – destinatarios de su mensaje de protesta – suelen también negar la vigencia de la poderosa propuesta darwiniana de la evolución mediante selección natural, las bondades de las vacunas, o el carácter universal de los derechos humanos.

Creo que no sucede lo mismo con quienes preferimos ver la lápida de Darwin como un sitio que invita a la reflexión acerca de lo fértil que sigue resultando si idea fundamental, que para muchos sigue siendo una “idea peligrosa” (la evolución ocurre sin finalidad), pero que nos ayuda a entender la realidad en que vivimos, y a apreciar la todavía considerable y variante diversidad de los seres vivos. Sin dida, la publicación del Origen de las Especies desencadeno una revolución que todavía hoy agita las aguas de la polémica social, pero Charles Darwin fue del todo ajeno a las causas del cambio climático global y antropogénico, a pesar de haber vivido en precisamente en Inglaterra en plena revolución industrial, parteaguas que marca el crecimiento acelerado de las emisiones de gases de efecto invernadero.

¿Qué hay que protestar ante la indiferencia frente a la emergencia climática, y exigir que los gobiernos, los mercados y los dueños de los medios de producción respondan con sensatez y eficacia a la necesidad de encararla? Cierto. Protestemos con la pluma (o el teclado), usemos las omnipresentes redes sociales, salgamos a las calles y las plazas, eduquemos en las escuelas, expresemos nuestra posición con más arte. Mejor eso que la violencia, la destrucción y la profanación de los bienes culturales. Mejor eso que el insulto y el grito destemplado. Dejemos a Darwin dormir en paz, y elevemos todas las voces hasta que escuchen, por convicción o por cansancio, aquellos que han preferido apoltronarse en la opulencia del corto plazo.

Lea, del mismo autor: Biodiversidad amenazada

Edición: Fernando Sierra


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