Opinión
María del Carmen Castillo
27/01/2025 | Mérida, Yucatán
Fue difícil dejar Oaxaca, pero no los temblores. Vivir sin el sobresalto de un posible meneo se volvió una constante que la latitud yucateca logró borrar de mi cotidianidad. Aunque en Oaxaca la tierra se estremece constantemente y uno llega casi a acostumbrarse, el temblor del 7 de septiembre de 2017 quedó grabado en mi piel. Era casi media noche cuando un jalón acompañado de luces y crujidos me sacó de la cama y me hizo salir a la calle en compañía de vecinos adormilados, trasnochados y asustados. No sabíamos qué pasaba, el movimiento seguía y temí voltear la cara porque pensé que mi departamento ya era polvo.
Afortunadamente, seguía en pie, pero ni esa noche ni las que siguieron, pudimos dormir. Al otro día revisé cada muro para descubrir unas grietas que, si bien no significaban riesgo estructural, habían quedado ahí para recordarme el poder de la tierra. El 19 de septiembre la tierra volvió a rugir, ahora con epicentro en Puebla, mi ciudad natal. Se multiplicaron los monumentos destruidos, el desalojo de la gente, la vulnerabilidad, el pánico en la CDMX, las tareas de rescate y los retos para el INAH a nivel nacional crecieron exponencialmente.
Fueron días mazapán, de ojeras y cartografías de insomnio. Yo era un mazapán, el estado donde habitaba lo era y mi país también. Estábamos deshechos, rotos en pedazos y convertidos en migajas. Pero, ¿saben qué? Los mexicanos, y quienes como nosotros han comido mazapanes desde la infancia, compartimos un secreto. Es un gesto casi ritual, lo que yo llamo el momento clave de la ingesta del mazapán: la habilidad de, justo cuando todo parece desmoronarse, apretar el celofán para reunir las migajas y devolverles, si no la forma original, al menos una nueva lo bastante firme para llevarla a la boca y disfrutarla.
Un mes después del suceso, con una Oaxaca repleta de monumentos dañados y un Istmo de Tehuantepec sacudido por constantes réplicas, el INAH solicitó a Leopoldo Trejo, colega antropólogo, y a mí, que nos uniéramos a la brigada para realizar un censo de las viviendas afectadas con valor patrimonial en Tehuantepec. Fuimos los últimos en llegar al encuentro. Parecía que los antropólogos sociales no éramos tan imprescindibles como los arquitectos, restauradores, arqueólogos y peritos, quienes ya se encontraban en la localidad.
No es porque hoy esté en auge la serie Cien años de soledad, pero debo admitir que, al llegar al pueblo y reunirnos en el atrio del convento a medio derrumbar, no pude evitar pensar que aquel escenario parecía sacado del realismo mágico. Era como si, de algún modo, hubiéramos llegado a Macondo. Llovía a cántaros, el cielo retumbaba y la tierra desde su centro se estremecía. Los temblores persistían. La gente dormía en las calles, rodeada de lodo, mientras la banda del pueblo interpretaba una marcha fúnebre para una misa improvisada bajo los portales del lugar.
Montamos una mesa y una computadora donde pudimos para comenzar el registro. A un mes, nos dimos a la tarea de escuchar la voz de la gente afectada. En ese momento, Polo y yo, sin decirnos nada, nos hacíamos la misma pregunta: ¿Para qué sirve la antropología? Sabíamos que la atención se había centrado en la destrucción material, pero poco se hablaba de las familias que habían convertido el parque en su refugio, del miedo que recorría sus cuerpos como un torrente imparable, o de las dolencias, gripes, hongos e infecciones provocadas por una lluvia interminable que castigaba a quienes vivían a la intemperie. Aquella visita fue profundamente desoladora. Aunque sabíamos que el levantamiento de datos sería crucial para la siguiente etapa, decidimos dedicar nuestro tiempo a escuchar, mirar a la gente a los ojos y ofrecer abrazos. Lo poco que pudimos hacer fue crear una base de datos que, más tarde, permitió a Óscar Ulloa, también antropólogo social, liderar el "Programa de Conservación de Vivienda con Valor Patrimonial", un proyecto que lo mantuvo casi un año trabajando in situ con muchos cuestionamientos y dificultades también.
En 2019 regresé a Tehuantepec de la mano de Fernanda Martínez, colega restauradora y responsable de la reconstrucción del Ex convento de Santo Domingo de Guzmán, cuya labor inspira esta nota. La acompañé para observar los trabajos en aquel imponente recinto que guarda la memoria de los tehuanos y, desde el atrio, antes caótico y sepulcral, imaginar otro futuro para sus habitantes. Nos recibió un convento apuntalado, y allí tuvimos la oportunidad de conversar nuevamente con las personas que transitaban por el lugar: trabajando, paseando o simplemente observando las labores de hombres y mujeres enfundados en cascos.
El trabajo de restauración que Fernanda Martínez, Marisela Navarro, Gustavo Donnadieu y otros colegas del INAH han llevado a cabo, tanto en Oaxaca como en otros estados, ha sido demandante, accidentado y plagado de tropiezos políticos, económicos y de diversa índole. Mientras tanto, el INAH, en medio de sus innumerables tareas, se ha convertido, entre otras cosas, en un taller de reparación de mazapanes.
El fin de semana pasado, me llegan noticias de Oaxaca por redes sociales. El Ex-convento de Santo Domingo de Guzmán de Tehuantepec ha concluido sus labores de restauración y ha sido entregado al pueblo. Me vuelven a la mente muchas imágenes y no me es difícil viajar al Istmo porque el bochorno yucateco para eso ayuda bien. Pienso que los desastres siempre unen, no solo a los pobladores, sino a la gente con la que compartes un espacio profesional. Aquellos sismos nos unieron a arqueólogos, restauradores, antropólogos, arquitectos y demás trabajadores del INAH bajo un mismo objetivo: reconstruir tanto la materialidad como el tejido social desmoronado.
Y, para realizar ese trabajo fue necesario reconocer. Reconocer nuestras historias, nuestras memorias, nuestras necesidades, nuestras diferencias, nuestra diversidad. Reconocer que somos un territorio heterogéneo y vulnerable siempre a prueba y donde los desafíos se multiplican. Incendios, sismos, huracanes y una retahíla de desastres están a la orden del día en Oaxaca, en Puebla, en Yucatán o en Los Ángeles, donde viven miles de paisanos. Como académicos, profesionales y trabajadores de esta institución, si bien nos toca, discutir, analizar y poner manos a la obra, insto a que no se nos olvide unirnos y en el camino escuchar, para poder reconocernos en el otro y entonces reconstruir.
Gracias Fernanda por tu trabajo, por compartirlo e inspirar. Por liderar un equipo que le regresa a los tehuanos un espacio vital de su cultura y, con ello, recordarnos la parte del mazapán que a cada uno nos toca reconstruir.
Edición: Estefanía Cardeña