Opinión
Felipe Escalante Tió
28/02/2025 | Mérida, Yucatán
La relación de la existencia de un fenómeno con su percepción es una cuestión de índole filosófica que se remonta hasta los pensadores presocráticos, si no es que incluso anteriores, y ha quedado plasmada en la disyuntiva “si un árbol no hace ruido al caer, ¿ha caído?”.
Si esta columna ha tenido un inicio que resulta pedante, es porque la noticia hallada involucra el misterio de qué fenómeno fue el que produjo el acontecimiento. Se trata de un simple párrafo un tanto escondido dentro del Diario Yucateco, en su edición del 1 de septiembre de 1909. La nota lleva por título “Se confirma la desaparición del puerto de San Felipe”, y un sumario según el cual “Las familias huyen desesperadas”.
La noticia había llegado a la redacción del Diario a través de la oficina de telégrafos de Tizimín, partido alcual pertenecía ese puerto del oriente yucateco. El párrafo en cuestión es por seguimiento, ya que refiere a una nota dada con anterioridad. Ahora, se trata de confirmar “la completa desaparición del puerto de San Felipe, causada por el último temporal”.
De inmediato uno se pregunta qué clase de “temporal” habría sido, pues el Diario no reporta daños en otros sitios como Río Lagartos o Dzilam Bravo. Muy probablemente se trató de un huracán, pero para entonces no existían los observatorios meteorológicos con el grado de sofisticación que se alcanzó con los satélites.
Es posible también que la tormenta apenas haya tocado tierra en San Felipe y vuelto a salir o perdió fuerza. De nueva cuenta, aún no habían llegado los señores Saffir -Simpson para enseñarnos su escala.
El reporte continúa: “Las noticias recibidas dicen que el agua subió dos metros y arrastró en su totalidad todos los muebles y archivos de las oficinas y de varios particulares. Las familias llenas de terror, se dirigieron desesperadas y trabajosamente a las fincas cercanas al lugar”. Si se toma en cuenta que San Felipe se encuentra a la entrada de la ría Lagartos y frente a la población hay una pequeña franja de tierra, la cantidad de agua debió afectar seriamente la zona. De los daños materiales, está implícito que se perdió el sustento de la administración pública de la población, y seguramente muchas de las pintorescas casas de madera del puerto terminaron destruidas.
El corresponsal omite mencionar si hubo pérdidas humanas. Es posible que no las haya habido, si la gente supo reconocer las señales y, como sí se indica, las familias buscaron refugio en las fincas cercanas. El otro silencio es sobre la participación de los cuerpos de policía municipal para resguardar la seguridad de las personas, pero dadas las condiciones de la comunicación en la época, y al poco conocimiento que existía sobre los huracanes, es más factible que, a pesar del terror, el sentido común se haya impuesto para que los pobladores buscaran terrenos más altos y lejos de la costa.
Por último, queda el papel de las autoridades. El corresponsal señala que la de San Felipe, “en vista de la magnitud del desastre, se ha dirigido al señor Jefe Político del partido pidiendo, con urgencia, que le envíe auxilios y que se dirija al Señor Gobernador del Estado suplicándole que intervenga, prestando su valioso contingente”.
El gobernador era, a la sazón, Enrique Muñoz Arístegui, quien para entonces buscaba hacerse elegir como mandatario constitucional. Lo que haya hecho o dejado de hacer por San Felipe ya no quedó consignado en el periódico. Eventualmente las familias volvieron y se encargaron de reconstruir la población. Si hubo alguna aportación monetaria por parte del gobierno del estado, ésta debió ser autorizada por el Congreso, y en todo caso el registro estaría en el archivo del Legislativo, si es que hubo interés en conservarlo.
La península ha tenido que aprender, a golpes de ciclones, el modo de prepararse para enfrentar un huracán. Hay nombres que quedaron registrados en la historia como Janeth, Gilberto, Isidoro, Ópalo, Roxana, Wilma, y hasta Cristóbal, que están asociados a la calamidad y al esfuerzo para reconstruir; pero eso es materia de otras notas, y otros tiempos.
Edición: Emilio Gómez