Opinión
Pablo A. Cicero Alonzo
25/03/2025 | Mérida, Yucatán
Lo primero y lo último que ve es la pantalla de su celular: Se levanta a las seis de la mañana y se acuesta a las once la noche; de esas diecisiete horas está sumergido, aproximadamente, ocho en internet. Contiene la respiración a la espera de algo nuevo; siente un minúsculo calambre en el dedo, al que le ha brotado otra falange.
Rocío García Vijande —en una carta a un periódico publicada el 16 de febrero de este año— describió la purga de esa condena tecnológica: "Miro mi celular. No recuerdo haber hecho nada realmente importante con ese tiempo. Solo deslicé el dedo, miré vídeos, leí publicaciones, salté de una cosa a otra sin darme cuenta".
"Antes, cuando no existían los celulares ni internet, esas horas se llenaban de vida. Se hablaba sin interrupciones, se leían libros con calma, se escribían cartas. Había tardes de paseo, de juegos, de aprendizaje. Las horas no se evaporaban; se usaban".
"Si no le regalara mis horas a las pantallas quizás escribiría más, tocaría un instrumento, tendría conversaciones sin mirar de reojo el celular. Tal vez me permitiría aburrirme y, en ese vacío, encontraría nuevas ideas. El tiempo que se va no vuelve. Y cada día, sin darnos cuenta, dejamos que nos lo roben".
El domingo pasado, en el contexto de la Filey, se realizó una mesa pánel en el que se abordó el tema ”La lectura en tiempos de las redes sociales”. Uno de los participantes se entrampó en la evolución de la lectura; otra, compartió su historia personal con los libros. Yo opté por el scroll infinito.
Como muchos, he sufrido el descarado robo de mi atención. Aunque he optado por eliminar las aplicaciones de redes sociales de mi celular, me desconcentro constantemente con el desafino de las notificaciones; no he encontrado la manera de arrancarme ese grillete que lastra mis días y mis noches.
La droga sosa que ofrecen las pantallas es siempre la misma, barnizada con una capa de actualidad. Noticias que se repiten, una y otra vez, una y otra vez, que te absorben y te succionan toda la energía. Roemos un hueso, al que de vez en cuando le retoñan cartílagos y grasas.
Aún sin entender los cimientos que sostienen esa adicción, en la memoria carcomida por el éxtasis de lo inmediato recuerdo una de las intervenciones más lucidas del lúcido Ray Bradbury. En la novela Fahrenheit 451, el escritor pone en boca del bombero pirómano Beatty la advertencia de lo que hoy sufrimos.
”Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos hechos que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía…”.
Bradbury escribió Fahrenheit 451 en 1953, en una máquina de escribir con caries en las teclas. El éxtasis de su personaje Beatty se ha convertido en la piedra de toque de los programadores de redes sociales, que monetizan, principalmente, la atención de sus usuarios. ”Atibórralos de datos no combustibles…”.
Los anzuelos de las redes sociales se han afilado con los años y la codicia; la principal carnada que utilizan son nuestros intereses y gustos, que se potencializan con los esteroides del algoritmo. Se nos ha limitado la capacidad de encontrar nuevos senderos, obligándonos a caminar en círculos.
En este mundo feliz, tan triste como el descrito por Huxley, colega de Bradbury, la única salida es un movimiento contra el algoritmo y el resto de engranaje de control. Y esa revolución, como todas, nace con pequeñas chispas, como las que arden con el descubrimiento de un libro del que nunca habías escuchado. Como me pasó el domingo pasado, luego de verter mi pesimismo.
Edición: Fernando Sierra