La tos ferina, también conocida como coqueluche, es una enfermedad infecciosa de las vías respiratorias causada por la bacteria Bordetella pertussis. Se caracteriza por una inflamación severa que provoca episodios de tos compulsiva, a menudo acompañados de un silbido característico al inhalar. Altamente contagiosa, la tos ferina se transmite a través del contacto directo con secreciones respiratorias de personas infectadas. En el siglo XIX, la enfermedad era una de las principales causas de mortalidad infantil debido a la falta de tratamientos efectivos. Sin embargo, el desarrollo de una vacuna ha permitido su prevención, reduciendo significativamente el número de muertes asociadas a esta infección.
Antes de la aparición de la vacuna, la tos ferina causó numerosas muertes en el siglo XIX. En Motul, Yucatán, se registraron varios brotes mortales a lo largo de las décadas. En 1868, la enfermedad provocó cinco defunciones, seguida de dos muertes en 1869 y una en 1873. Sin embargo, uno de los brotes más severos ocurrió en 1883, con un saldo de 53 fallecidos. La epidemia se extendió hasta 1884, año en el que murieron seis personas en los primeros meses. La enfermedad continuó cobrando vidas en los años siguientes: en 1893 se reportaron 12 defunciones, en 1894 aumentaron a 17 y en 1895 hubo seis muertes. La situación se agravó en 1897, cuando la tos ferina causó la muerte de 65 personas, representando el 15% de los fallecimientos de ese año. La epidemia persistió en 1898 con 58 defunciones y se prolongó hasta 1899, con 13 muertes adicionales. El último fallecimiento registrado en este brote ocurrió el 8 de septiembre de 1899, cuando la enfermedad cobró la vida del pequeño José Pool, de apenas dos meses de edad.
En los últimos tres años de la epidemia, la tos ferina cobró la vida de 136 personas en Motul. El brote comenzó en agosto de 1897 con tres fallecimientos, pero la cifra se duplicó en septiembre, alcanzando siete muertes. En octubre, se registraron seis defunciones, hasta que en noviembre el número aumentó drásticamente a 15 y, en diciembre, a 34. Los contagios se propagaron a gran escala, aunque en 1898 las muertes comenzaron a descender lentamente.
De las 136 víctimas, 76 eran mujeres y 60 hombres. Todos eran niños menores de 10 años, lo que evidencia la vulnerabilidad infantil ante la enfermedad. Es probable que también murieran adultos, pero estos casos no quedaron registrados en las actas de defunción del Registro Civil de Motul. Estudios en Mérida sobre la tos ferina indican que la tasa de mortalidad en adultos era baja (2 por ciento). En Motul, solo se identificaron dos muertes en mayores de 10 años: un hombre de 30 años, fallecido el 23 de enero de 1873, y una mujer de 25 años, que murió el 29 de noviembre de 1883.
Los lactantes fueron los más afectados: 42 de los fallecidos eran menores de un año, incluyendo bebés de apenas días de nacidos, como José Ucam, quien murió el 11 de enero de 1898 a los nueve días de vida, y Francisco Kuk, de 11 meses, fallecido el 20 de diciembre del mismo año. La mayoría de estos bebés, contagiados en sus propios hogares, no lograron superar la enfermedad.
La franja de edad más vulnerable fue la de 1 a 4 años, con 77 defunciones. Dentro de este grupo, 59 niños murieron antes de cumplir los dos años, una etapa especialmente crítica para la supervivencia infantil. No se tiene certeza de cuántos de estos niños eran hermanos, pero es probable que muchas familias atravesaran duelos devastadores, sumidas en el dolor y la depresión tras perder a varios hijos en tan poco tiempo. Solo 17 niños fallecieron entre los 5 y 8 años de edad, lo que indica que, después de los dos primeros años de vida, la probabilidad de sobrevivir a la tos ferina y otras epidemias aumentaba considerablemente.
No fue sino hasta 1945 cuando se comenzó a aplicar la vacuna contra la tos ferina como medida de prevención. En México, actualmente contamos con la posibilidad de vacunar a los niños desde los primeros meses de vida, lo que ha reducido significativamente la mortalidad infantil causada por esta enfermedad. Acudir a los centros de salud para garantizar la vacunación es fundamental para proteger a las nuevas generaciones y evitar que tragedias como las del siglo XIX vuelvan a repetirse.
Marlene Falla es profesora investigadora en Etnohistoria del Centro INAH-Yucatán
Coordinadora editorial de la columna:
María del Carmen Castillo Cisneros; profesora investigadora en Antropología Social