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Desarrollo agrario: el gran ausente

La meta de la autosuficiencia alimentaria requiere desarticular el viejo régimen que rige al campo mexicano
Foto: Ap

El viernes 4 de abril se dieron a conocer los detalles de la estrategia de desarrollo económico dirigida al campo para sortear la crisis global desencadenada por el Gobierno de los Estados Unidos. En ésta, de nuevo, el gran ausente fue el desarrollo agrario. Nihil novi sub sole.  Me pregunto si los responsables de este tema y sus asesores entienden realmente lo que tienen en sus manos y si son conscientes de lo que está aconteciendo en la estructura agraria del país. Todo indica que este es un ámbito en el que, desafortunadamente, como en el antiguo régimen, sigue imperando la simulación.

La mencionada estrategia dirige el grueso de sus baterías hacia el logro de la autosuficiencia alimentaria y la prevención y atención de diversos aspectos sociales, ambientales y culturales. Ello es correcto, lo que no lo es, es que lo haga sin reparar en la problemática que afecta la base material que posibilita la consecución de aquéllas, tanto desde la perspectiva económica como de la social. Es decir, fue diseñada sin tomar en cuenta la situación que guarda la plataforma territorial que las sostiene, lo cual refleja una de dos cosas: o un gran desconocimiento de la coyuntura por la que atraviesa el país en materia agraria o su oprobioso desdén. Lo malo no es eso, lo malo es que al hacerlo desperdicia la invaluable posibilidad de convertir en oportunidad lo que hoy es una amenaza.

Hasta ahora, el intenso proceso de desamortización agraria se ha consumado de manera anárquica y atropellada. Dada la urgencia de su regulación, no hay lugar para lamentaciones sobre lo que ha venido provocando la Ley Salinas ni a reclamos nostálgicos por revertir lo reformado. Lo que hay que hacer es buscar la forma de sacar ventaja de la incorporación masiva de la propiedad social al mercado de tierras, de suerte que, por un lado, se pueda usar como activo de portafolio para inducir inversión rural de tipo inmobiliario; y, por el otro, para conducir el ordenamiento territorial con enfoque social. Aún estamos a tiempo de encauzar dicho proceso y de reorientar su despliegue. Este sería el papel revolucionario de la 4T agraria.

Es de dominio público que la desamortización de la propiedad social no sólo ha implicado la transmisión, en muchos casos tramposa y abusiva, de millones de hectáreas -en su mayoría ejidales- y el enriquecimiento de numerosas inmobiliarias a costa del patrimonio de una miríada de campesinos pobres, sino que además refuerza la descomunalización y profundiza la pérdida de identidad en múltiples pueblos ante la pasividad gubernamental. Ello sin considerar el ahondamiento de la desigualdad causada por la concentración de tierras, ampliamente documentada, que posibilita la legislación vigente y que enciende las alarmas ante el resurgimiento de los latifundios, sin que para evitarlo se mueva un dedo.  

La tierra no sólo tiene valor productivo sino también habitacional, paisajístico, ambiental y cultural. De ahí que las posibilidades de utilizarla para fines distintos a los de su mera explotación primaria, como la vivienda y el esparcimiento, entre otros, sean amplias. Sin embargo, la concepción oficial la sigue reduciendo sólo a lo primero sin aquilatar su potencial en lo segundo, circunstancia que genera crecimiento desequilibrado y crea vacíos que son hábilmente aprovechados por el capital.  

Según la sabiduría popular, si a la oportunidad la pintan calva es porque difícilmente se vuelve a presentar. La coyuntura actual ofrece un panorama propicio para impulsar planes y programas de desarrollo agrario vinculados a los de otros sectores que, hay que aprovechar articulándolos al capital humano, al influjo de una estrategia asociacionista que tienda a reconstruir la extensa red de organizaciones económicas campesinas desmontada por el neoliberalismo y que resulta esencial para la recuperación del campo.

El momento histórico que hoy vivimos ha creado condiciones que permiten imbricar lo agrario y lo productivo para aprovechar el proceso de desamortización en curso. La altura de miras no se refiere sólo a los objetivos que se persiguen, sino también al nivel de la perspectiva desde la que se enfoca el problema. Tenemos que aprender a analizar las cosas con un lente globalizador y una visión panorámica y de largo plazo que fortalezca la seguridad jurídica en la tenencia de la tierra, que fomente la igualdad social y encauce el ordenamiento territorial. Aunque para eso se necesita integrar y reconocer la capacidad de transformación desde abajo por los propios ejidatarios y comuneros ¿será que esta vez sí se pueda reconocer su mayoría de edad y su autonomía relativa?


Lea, del mismo autor: La falacia de la justicia agraria


Edición: Fernando Sierra


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