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Foto: Fernando Eloy

Contar con un techo, cuatro paredes, es tal vez una de las mayores aspiraciones de cualquier persona, y esto desde que la sociedad universal pasó del antiguo régimen a la modernidad. Cuando la cantidad de nacimientos comenzó a superar a las de fallecimientos, a mediados del siglo XIX, la demanda de vivienda inició una carrera ascendente que hasta la fecha no se ha detenido, pero por lo mismo ha resultado en un problema social y político en todo el mundo.

Actualmente, España atraviesa una crisis de vivienda en su mayor espacio urbano, que es Madrid, donde los alquileres se han vuelto un problema para cualquier partido que pretenda la gobernabilidad de la capital. En esa ciudad se han organizado sindicatos de inquilinos que se enfrentan a varios adversarios surgidos de la modernidad líquida que considera que los humanos llegaremos a un estado en el cual nadie poseerá nada, pero aún así seremos felices. Ahí se enfrentan a los alquileres turísticos, mientras quienes buscan hacerse de un piso no hallan el modo de adquirir uno.

La vivienda, en México, es un tema que ha pasado por muchos asegunes y a partir del cual han surgido varios cuestionamientos a diversos planes institucionales que afectan tanto a áreas urbanas como rurales, especialmente a las que recibieron la denominación de “pueblo mágico”. El fenómeno de la gentrificación ha terminado por afectar, sin distinción alguna, tanto a ciudades como a poblaciones que de alguna manera han logrado mantener una identidad comunitaria sólida, en la cual la primera preocupación son los pobladores originarios en lugar de quienes han llegado a residir y/o invertir en las localidades.

En el caso de la península de Yucatán, han pasado por lo menos dos décadas desde que un gobernador, Víctor Cervera Pacheco, tomó en cuenta al sector de la construcción de vivienda como uno de los principales motores de la economía local, argumentando que por cada casa entregada a una familia se movilizaba un número considerable de empresas locales cuyo principal objetivo es el de brindar seguridad y comodidad a los habitantes de una casa. Esto es desde herreros, aluminieros, empresas de mobiliario para cocinas, carpinterías, y un largo etcétera. 

En algún momento, ya en el presente milenio, la vivienda pasó de ser un derecho a ser un “commodity”, un bien que puede ser comprado o vendido. Así, el Instituto del Fondo Nacional para la Vivienda de los Trabajadores (Infonavit) pasó de ser un organismo garante a una institución dedicada a lanzar al mercado una cantidad de casas no necesariamente destinadas a la población con mayor necesidad de contar con una casa.

Resulta entonces, de vital importancia, que la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo haya destacado este fin de semana que, para su administración, la vivienda es un derecho social y ya no “un negocio que involucró corrupción”. Y aquí podemos brindar varios ejemplos, no por el hecho de que los empresarios de la construcción se enfocaron a los deciles con mayor poder adquisitivo, sino a que también, cuando se trató de vivienda media y popular, varias constructoras recurrieron a estrategias de muy baja estofa para reducir costos y entregar casas con serias deficiencias en su fabricación. 


Por otra parte, persiste el problema social de quienes, aún siendo parte de la economía formal; es decir, que cuentan con prestaciones como seguridad social ya sea en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) o el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), no alcanzan el puntaje para obtener un crédito que les permita adquirir una vivienda, y sí, por el contrario, han tenido que endeudarse mucho más allá de su capacidad de pago o que han encontrado que contraer un adeudo con el Infonavit es aceptar un abuso.

En los últimos años, el Infonavit ha aplicado una política de quitas o reducción de intereses, pero esto no necesariamente implica que se esté ejerciendo una política de mayor justicia para los trabajadores. Por eso, el viraje hacia la construcción, por parte de ese instituto, de más de un millón de viviendas como meta para este sexenio, es de aplaudirse, pero también para que la nueva función de la dependencia sea garantizar, de nuevo, que los derechohabientes reciban una casa digna, sin vicios ocultos, y que quienes construyan entreguen, realmente, un producto de calidad.


Pero nos referimos también a que las nuevas viviendas se encuentren en lugares asequibles, y no aislados de servicios básicos como el transporte público, o el acceso a puntos de abastecimiento de alimentos, aparte de construidas en zonas idóneas para casas habitación. Aquí queda mucho por hacer, pero especialmente toca una vigilancia ciudadana para asegurar que no se afecten áreas naturales protegidas, o que deban protegerse, y que las construcciones tampoco sean en zonas diagnosticadas como peligrosas para la residencia. La vivienda digna, finalmente, es un derecho que requiere de garantías para quienes adquieren un techo y lo único que buscan es que sus familias cuenten con un mínimo de bienestar.


Edición: Fernando Sierra


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