Opinión
Juan Carlos Pérez Castañeda
20/04/2025 | Mérida, Yucatán
Desde 1992 la estructura agraria del país registra una intensa dinámica, esto obedece a que ese año se reformó la Constitución para que la tierra de los ejidos y de las comunidades pudiera circular en el mercado. Es decir, la propiedad social se desamortizó. Desde entonces, día a día, cientos de hectáreas cambian de manos a través de las distintas formas traslativas del uso y del dominio, transmisiones que pueden cristalizar sin necesidad de que las tierras de los núcleos agrarios cambien de régimen.
A lo largo de tres décadas dicho proceso se ha dado sin restricciones ni controles que tiendan a dirigirlo o a gobernarlo, dejando su expansión al ritmo y rumbo que marcan las fuerzas del mercado, así sin un proyecto compartido socialmente, esta situación ha generado inseguridad, injusticias y desorden territorial, sin que se atisben trazas de enmendarlo.
Este panorama resulta congruente con la lógica y postulados de los gobiernos neoliberales; de ahí que se entienda que los distintos planes nacionales de desarrollo expedidos de 1994 a 2012 hayan contemplado dicho proceso sin la intención real de regularlo. Lo que no se entiende es que los gobiernos de la 4T lo soslayen. Así sucedió durante la administración de AMLO y así está ocurriendo en la presente con la denominada “Política Agraria del Segundo Piso de la Cuarta Transformación”.
En efecto, el 28 de febrero se presentó ante la Cámara de Diputados el Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030, en lo que concierne al sector rural y, estrictamente a lo agrario, el Plan apenas lo menciona en siete ocasiones y sólo de manera tangencial, ausencia inexcusable. La aridez de su enfoque y las nulas referencias a este aspecto, revelan que la citada Política carece de una visión objetiva del perfil y de las aristas del problema que hoy en día afecta la estructura agraria del país y sus conexiones intersectoriales. De este modo, si no se tiene idea de la problemática, mucho menos se tendrá de lo que hay que hacer. Desde luego, a la SHCP, responsable de la elaboración del Plan, esto le cae como anillo al dedo porque “justifica” con criterio contable la sistemática reducción del presupuesto agrario, sin aparente oposición, y con ello, la omisión que posterga la reactivación social y económica de los ejidos y las comunidades, ¿hasta cuándo?.
Desde 2012 la movilidad de la estructura agraria del país se encuentra en pleno apogeo, particularmente en el sureste, de manera que sería ingenuo pensar que esto pudiera ocurrir exento de una secuela de conflictos, abusos, despojos, etcétera, y en forma territorialmente ordenada. Tal circunstancia demanda la canalización de recursos públicos suficientes no sólo para impedir que la seguridad jurídica en la tenencia de la tierra sea desbordada y obstruya la justicia agraria, sino para que además la desamortización que vive el país se convierta no en una debilidad sino en una fortaleza, lo cual puede lograrse mediante apoyos puntuales que brinden a los ejidos y a las comunidades oportunidades reales, efectivas, socialmente validadas, de aprovechar sus tierras en proyectos de desarrollo agrario, incluyendo los inmobiliarios.
En el país existen alrededor de 32 mil 200 núcleos agrarios ejidales y comunales que ocupan la mitad del territorio nacional (99 millones de hectáreas) y que el Estado mexicano no puede abandonar a su suerte sin ofrecerles una alternativa que les permita superar la postración en la que se encuentran a consecuencia de las políticas agropecuarias y agrarias neoliberales, mucho menos si se considera que se trata de entes con personalidad jurídica, patrimonio propio y estructura interna que pueden servir de soporte para la construcción de un proyecto de desarrollo nacional que incluya, como ya lo hizo el presidente Cárdenas, a los ejidos y a las comunidades.
Ello adquiere mayor relevancia si se atiende al desplome sufrido por la producción agropecuaria interna durante los últimos años, en buena medida derivada de la falta de créditos, de seguro y de apoyos a la comercialización, situación que exhibe la realidad de nuestra soberanía alimentaria.
Por otro lado, es evidente que en el Plan pesa más el enfoque de género que los generalizados rezagos en materia de impartición y de procuración de justicia agraria, a la que sólo se le vincula con la entrega de certificados. Sin duda, el árbol no deja ver el bosque. El enfoque de género y el desarrollo agrario con enfoque social no son excluyentes, antes bien, pueden ser perfectamente compatibles y complementarios, todo depende de su atingencia y de la transversalidad efectiva de las políticas públicas que se implementen para el efecto.
Por tanto, es imperativo que la Cámara Baja revise a fondo este tema para que en el Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030 se incluya una propuesta que -con enfoque social, no solo hacendario- imprima rumbo, sentido y equidad a la desamortización en curso, sustentada en la participación y fortalecimiento de ejidos y comunidades, de conformidad con el Proyecto de Nación consagrado en el 27 constitucional. De no ser así, se les estará dejando a expensas de lo que den los programas sociales y acaso a la espera de que, cual Penélope sentada en un banco en el andén, un día no muy lejano algún inversionista se interese en sus tierras y se haga de ellas por un plato de lentejas.
Edición: Fernando Sierra