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Las dunas de Sisal

Estos sitios se encuentran cubiertos por una vegetación natural que funciona como trampas de arena
Foto: Jusaeri

Parece mentira que, tras años de estudios, ríos de tinta en diversos medios de comunicación, discusiones, emisión de decretos de protección y, sobre todo, evidencias reales y tangibles, todavía persiste la idea de que la vegetación de las dunas costeras es un estorbo prescindible, que hay que quitar si se pretende que las comunidades del litoral progresen, o generen algún ingreso. Una vez más, alguien ha decidido prender fuego a las dunas de Sisal, supongo que “para dejarlas limpiecitas”, y ofrecerlas a quienes pretenden establecer en la comunidad alguna especie de infraestructura turística, o casas de veraneo, sin consideración alguna por la legal tenencia del suelo, y sin asomo de conciencia acerca de las consecuencias que puede tener la deforestación del ecosistema.

En un estado donde los usuarios de la zona costera dicen estar muy preocupados porque las playas se pierden, y suelen pugnar porque se les permita construir estructuras rígidas para intentar retener la arena que la mar arrastra a lo largo del litoral, resulta punto menos que inexplicable que esos mismos sujetos promuevan – o al menos contemplen con pasiva aquiescencia – que se quema la vegetación de las dunas costeras, dejando desnuda la arena, expuesta a los vientos y al sol. El mar tiende entonces a ganarle terreno a las playas, ante el estupor de los propietarios de casas de veraneo, a quienes parece ser que les resulta más sencillo culpar al vecino, o a las autoridades en turno, antes que poner en tela de juicio las estrategias comunes de construcción en la playa, y la destrucción de los ecosistemas naturales de la costa.

Sin recurrir a gráficos, análisis cuantitativos y meteorológicos, o modelos matemáticos, tratemos de explicarnos un poco cómo funciona la dinámica que se establece entre el movimiento del mar, el viento, la arena y la vegetación. El oleaje, las corrientes y las mareas arrastran arena, y la desplazan de un sitio a otro, generando una pérdida neta en algunas zonas de la costa, y la acumulación de sedimentos en otras. La arena que se encuentra seca, en la zona intermareal cuando hay bajamar, o en las playas y dunas, cuando estas se encuentran desnudas de vegetación, es arrastrada por el viento, generando una pérdida adicional de arenas en los sitios que se encuentran en estas condiciones. Por otra parte, las dunas costeras que se encuentran cubiertas por una vegetación natural saludable y diversa que funcionan como trampas de arena, que evitan su arrastre eólico, y la retienen. Esto sucede también en las playas frente a zonas ocupadas por pastos marinos: cuando estos mueren y son depositados en la playa, funcionan también como trampas de arena, y contribuyen a generar un suelo de duna costera, que facilita el establecimiento de plantas pioneras, como la riñonina (Ipomoea pescaprae). En condiciones naturales, esta dinámica permite la presencia relativamente estable de las playas. Es cierto, éstas son dinámicas, y cambian su ubicación, amplitud y distribución; pero, al final del día y a escala regional, no sufren una pérdida neta.

Se podría decir, si se me permite la analogía, que las dunas costeras son, al retener la arena que transportan los vientos, la fuente de alimento de las playas. Si se retira la vegetación metiendo maquinaria, o encendiendo fuego, las olas “comen” playa, y la fuente de alimento que la repondría ya no funciona como tal. Sucede lo mismo cuando nuestra ambición por tener una casa en la playa, “pegadita al mar”, nos lleva a construir viviendas unifamiliares o en forma de edificios con gran número de apartamentos, asentando una estructura rígida e inamovible sobre un ecosistema naturalmente dinámico, diverso y vital. Todo esto se sabe. Sin embargo, seguimos empecinados en quemar las dunas costeras, allanarlas con maquinaria pesada, y construir sobre los sitios que antes ocupaba cada vez más estructuras, más grandes, y más difíciles de remover. Ya nos quejaremos después de las consecuencias.

Más allá del hecho de que no parecemos dispuestos a asumir que nuestros actos ejercen impactos sobre el entorno, y que esos impactos repercutirán en nuestra calidad de vida más temprano que tarde, como si escupiéramos hacia arriba, queda por examinar el tema de las responsabilidades diferenciadas ante el deterioro: ¿Dónde queda el cumplimiento de los decretos emitidos por el gobierno para proteger la costa del estado?, ¿quién da seguimiento al respeto debido a los planes y programas estatal y regionales de ordenamiento ecológico del territorio?, ¿quién vigila la aplicación de la legislación ambiental vigente? Es claro que el ejecutivo estatal no tiene aún la capacidad institucional ni presupuestaria para cumplir esta función, y falta mucho que hacer para que estemos en condiciones de exigir a la Secretaría de Desarrollo Sustentable que lo haga. Pero el estado mexicano cuenta con la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente, y esta dependencia tendría que ser capaz de vigilar el cumplimiento de la ley, al menos en los municipios costeros. Esto parece ser una aspiración todavía muy remota: la Profepa carece de inspectores suficientes y capaces, y no cuenta con el presupuesto necesario para contratarlos, capacitarlos, y dotarlos del equipamiento necesario para que puedan cubrir esta labor satisfactoriamente.

Mientras tanto, las autoridades municipales continuarán cediendo ante la presión de los inversionistas y especuladores, y otorgarán permisos para modificar las áreas de dunas costeras, o se escudarán en las facultades federales o estatales, para declararse incompetentes frente a la agresión que sufren los ecosistemas en su territorio. Han pasado ya más de cuatro décadas desde que México cuenta con instituciones de gestión ambiental formalmente establecidas, y un aparato jurídico bastante sólido y comprehensivo en la materia. Sin embargo, la forma en que nos relacionamos con nuestros ecosistemas sigue siendo, en aras de alentar el desarrollo económico, igual que en los años setenta del siglo pasado. Urge garantizar la congruencia entre la ley, las políticas públicas, y los hechos económicos.
Lea, del mismo autor: Los lobos terribles


Edición: Estefanía Cardeña


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