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La procuración agraria y la carabina de Ambrosio I

El Estado Mexicano debe echar a andar un sistema de justicia adecuado a las necesidades del campo
Foto: Rodrigo Díaz Guzmán

De conformidad con sus antecedentes, la procuración de justicia agraria en México ha cumplido por tradición dos funciones sustantivas de muy distinta índole, una pasiva o tutelar y otra activa o persecutoria. Por medio de la primera ha desempeñado un papel protector al fungir como defensor o asesor jurídico gratuito de campesinos de escasos recursos; mientras que a  través de la segunda ha cumplido un papel inquisitivo al operar como órgano investigador, tanto de quejas contra comisariados ejidales o comunales, como de denuncias de acaparamientos de tierras (latifundios). Con esa base es posible determinar si se está ante una procuraduría agraria pasiva, activa o híbrida.

La procuración agraria como servicio público tiene una larga historia en nuestro país, oscilando entre los tres modelos mencionados. Por ello resulta raro que en la esfera gubernamental aún no se le comprenda. El problema es que, si no se le comprende, difícilmente podrá adecuar su funcionamiento a la necesidad que se pretende subsanar o al flagelo que se busca combatir, factores que por lógica corresponden al sistema de propiedad vigente y al tipo de disputas que de él se deriven. 

Como se sabe, debido a la desamortización en curso, estamos inmersos en uno de esos momentos en los que las condiciones económicas, jurídicas y sociales exigen que el Estado mexicano haga acopio de su ingenio y capacidades estratégicas, con la finalidad de echar a andar un sistema integral de procuración de justicia capaz de incidir en los procesos agrarios de orden coyuntural y estructural que se encuentran en curso, sobre todo porque sus actuales manifestaciones tienden a profundizar la desigualdad y a favorecer la reconcentración de la tierra. Puede decirse que, nunca como hoy, la prestación de un servicio de procuración agraria eficiente había constituido un imperativo de justicia de tanta urgencia. 

Para no dar paso en falso y repetir los errores que desembocaron en el estallido armado de 1910, es fundamental que el sistema de procuración de justicia agraria responda a la dimensión del papel que tiene que cumplir de acuerdo con las funciones asignadas por la ley y con las especificidades de la coyuntura agraria que se registra, tanto en términos cuantitativos y cualitativos como financieros. De no ser así, se estará incurriendo en una simulación más, como ha venido sucediendo.

Tal parece que los diseñadores de la política pública en esta materia -tanto los de la SEDATU como los de la SHCP- no tienen contacto con la realidad y han perdido la brújula. 

Sólo así se puede entender que cuando más recursos se precisan para el cabal cumplimiento de la procuración es cuando más se le regatean y reducen. La proverbial miopía institucional en este renglón ha sido crónica en buena parte debido a que, desde 1982, en la definición de la política agraria ha pesado más el enfoque hacendario que el político y el social. 

Ello explica la creciente insuficiencia de recursos que padece la Procuraduría Agraria, órgano encargado de esta función, sin que a más de tres décadas de su creación se le haya modernizado para adaptarlo a la realidad actual, lo que ha esclerotizado su estructura y dejado amplios espacios para las prácticas deshonestas. Desde luego, siempre en perjuicio de los que menos tienen.  

La Procuraduría Agraria fue rebasada hace mucho tiempo. Concebida más para facilitar la desamortización y la privatización activadas en 1992, que para regular el intenso proceso de transferencia de la tierra que se avecinaba, hoy se encuentra en la obsolescencia y atrapada en redes de corrupción que se tejen impunemente desde el nivel local para dar hilo a la acumulación por despojo y encubrir el extractivismo. De hecho, ninguna de las dos funciones sustantivas de la procuración a las que me referí al inicio de este artículo y que en la próxima entrega analizaré, esto es, la de asesoría y la de investigación, cumplen ni por asomo los mínimos de eficiencia que se requieren. 
  
Lo anterior habla de una desatención que desconcierta por lo evidente. Nadie puede negar que se está ante un escenario agrario muy parecido, mutatis mutandi, al gestado desde el inicio de La Reforma Liberal (1856), cuya orientación desposeyó a muchos y benefició a pocos. Sin embargo, como constatan el Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030 y el Plan México, el Estado ofrece apenas un placebo para evitarlo, lo cual en el mediano y largo plazo nos puede plantar ante un fatídico horizonte de sucesos, como aconteció con aquél. 

El momento histórico exige que se actúe con responsabilidad, inteligencia y prontitud. No se debe permitir que con la segunda desamortización que vive nuestro país ocurra lo mismo que con la primera. Tenemos la obligación generacional de impedirlo. Para ello, a más de la definición de un proyecto concreto de desarrollo agrario que ofrezca de modo incluyente una salida funcional para los ejidos y las comunidades, la implementación de un servicio de procuración de justicia agraria objetivo y eficaz es condición indispensable. 



Edición: Fernando Sierra


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