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Claudia Ocampo Flores 

En los últimos años, la península de Yucatán ha vivido una transformación sin precedentes. Más allá de la infraestructura ferroviaria que propone el proyecto Tren Maya, se ha generado una auténtica revolución arqueológica, museística y patrimonial. El paso de la obra ha develado miles de vestigios, algunos inesperados, otros largamente esperados, todos portadores de memoria. Con ellos ha llegado también una responsabilidad enorme: conservar, investigar, y sobre todo, dotar de sentido y destino a estas piezas dentro de espacios museísticos que respondan a su relevancia histórica y cultural.

El Día Internacional de los Museos, instaurado por el Consejo Internacional de Museos (ICOM), nos invita a reflexionar sobre el papel de estas instituciones como espacios vivos, accesibles, inclusivos, que investigan, coleccionan, conservan, interpretan y exhiben el patrimonio material e inmaterial de los pueblos. Hoy más que nunca, este llamado resuena profundamente en el contexto del sureste mexicano.

Gracias al impulso del Tren Maya, en apenas tres años hemos sido testigos de la apertura y planeación de varios nuevos museos del INAH en la región: el Gran Museo de Chichén Itzá en Yucatán, el renovado Museo de Ichkaantijo de Dzibilchaltún, el Museo del Tren Maya en el Ateneo Peninsular, el Museo de Sitio de Edzná en Campeche, el Museo de la Costa Oriental de Tulum en Quintana Roo y el Museo de sitio de Palenque Alberto Ruz L´Huillier en Chiapas, entre otros. Esta expansión ha sido titánica, con obras ejecutadas a contrarreloj y con múltiples retos técnicos y administrativos. Detrás de cada uno de estos espacios hay un cúmulo de decisiones que condicionan —para bien o para mal— el futuro del patrimonio que resguardan.

El caso del Gran Museo de Chichén Itzá ejemplifica bien esta tensión. A pesar de que existían antecedentes de dos museos en el Parador Turístico del sitio, para 2010, el espacio fue reconvertido en oficinas, ante la falta de infraestructura adecuada. Por eso, cuando el proyecto Tren Maya brindó la oportunidad de construir un museo de sitio en forma, la pertinencia fue incuestionable.

Aunque el diseño arquitectónico fue encargado a despachos externos, la museografía y el guion curatorial fueron desarrollados por equipos multidisciplinarios del INAH: arqueólogos, conservadores, curadores, historiadores, arquitectos. Desde el área de conservación del sitio —con más de dos décadas de experiencia— nos sumamos con entusiasmo, aportando nuestro conocimiento con la selección de piezas, en el manejo de colecciones, protocolos de conservación y criterios técnicos.

El resultado: un museo que alberga más de 500 piezas producto de casi un siglo de investigación arqueológica, muchas de las cuales fueron intervenidas previamente por los equipos de conservación. Esta experiencia evidenció limitaciones en el modelo de varios nuevos museos, donde la construcción del edificio suele comenzar sin un guion museográfico definido. Esto puede afectar la selección de piezas y priorizar criterios espaciales sobre los curatoriales. Además, la falta de participación temprana de especialistas provoca la omisión de espacios esenciales como bodegas, laboratorios o controles ambientales, privilegiando el diseño arquitectónico sobre las necesidades técnicas de conservación.

En este sentido, quiero recalcar que la conservación debe ser un eje transversal en la creación y operación de museos, pues va más allá del cuidado físico de objetos: implica preservar su contexto e historia. Sin la integración temprana de especialistas, no se cumplen los estándares técnicos necesarios. Aunque se excava más que nunca, la conservación no está garantizada, ya que el INAH enfrenta limitaciones de recursos frente al crecimiento acelerado de acervos. La infraestructura museística no ha acompañado este ritmo, ni cuenta con el personal ni los espacios adecuados. Pese a los discursos oficiales, persiste un vacío legal y operativo en la custodia del patrimonio, que corre el riesgo de perderse nuevamente, no por el tiempo, sino por omisión.

Desde la conservación, sabemos que cuidar una pieza no es solo estabilizarla. Es estudiar sus materiales, documentar su historia, preservar su contexto, facilitar su acceso, y, sobre todo, defender su integridad frente a las presiones del tiempo, del mercado, y de la desmemoria institucional. Los museos, como recuerda el ICOM, son lugares para el disfrute, la educación, la reflexión. Pero eso solo es posible si su base está bien cimentada: la conservación como acto ético, científico y colectivo.

El sureste vive un momento único, lleno de posibilidades, pero también de riesgos. No basta con inaugurar museos: hay que sostenerlos, dotarlos de sentido y de recursos humanos con políticas claras de conservación y visión de largo plazo. Porque conservar no es detener el tiempo. Es la posibilidad de que el pasado dialogue con dignidad en el presente.

Claudia Ocampo Flores es restauradora-conservadora del Centro INAH Yucatán. Co-coordinadora del Proyecto Integral de Conservación del Chichén Itzá.

Coordinadora editorial de la columna: 
María del Carmen Castillo Cisneros; profesora investigadora en Antropología Social


Edición: Fernando Sierra


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