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Los intentos por ordenar la conservación de ecosistemas no han logrado aún adecuarse
Foto: Gerardo Jaso

Cuando se piensa en las áreas naturales protegidas de México, es inevitable preguntarse si son todas las que están, o están todas las que deberían estar. La historia de la conservación en nuestro país no es precisamente la de la construcción coherente de un sistema de conservación, sustentada en una estrategia ponderada con base en un diagnóstico integral y lúcido. Ha habido intentos por sistematizar el batiburrillo nacional de esfuerzos de conservación de la naturaleza, acotando jurídicamente las categorías que pueden ser consideradas áreas protegidas, caracterizándolas e intentando brindar alguna coherencia al asunto, sin cancelar la posibilidad de que crezca la superficie protegida, y sin desalentar los esfuerzos locales o privados para contribuir a su fortalecimiento. Pero, al parecer, los intentos por ordenar la conservación de ecosistemas, servicios ambientales y especies no ha logrado aún adecuarse a algo que se parezca a una propuesta estratégica propiamente dicha.

Así, nos encontramos con un panorama en el que se encuentran subrepresentados algunos ecosistemas, quedan fuera de toda protección sitios emblemáticos o espectaculares (como la laguna de Bacalar, por cierto), se consideran protegidos lugares que han sido evidentemente deteriorados sin que se realicen esfuerzos relevantes o eficaces para restaurarlos, o se decretan áreas que no pueden resultar funcionales desde un punto de vista estrictamente ecológico, como es el caso del Parque del Jaguar, que pretende cumplir, en un área cercada de poco menos de tres mil hectáreas que parecen más bien un parque de diversiones, con el objetivo de proteger una especie que requiera de una superficie de alcance regional para aspirar a conservar una población de dimensiones viables.

La consolidación de un sistema nacional de áreas naturales protegidas tendrá que atravesar por un proceso de evaluación de las existentes que permita incluso desincorporar aquellas que carecen de sentido como instrumentos de conservación del patrimonio natural nacional, como el parque mencionado, o como el Parque Nacional Cerro de la Estrella, reconocida como la zona que ha sido reforestada en más ocasiones en el territorio mexicano (reforestar no es restaurar, y mucho menos, conservar). También resulta recomendable evaluar las áreas en función del grado de cumplimiento de los objetivos propuestos en sus programas de manejo, y actualizar aquellos que hayan sido formulados hace ya más de un lustro. Valdrá la pena someter a un examen cuidadoso las áreas privadas voluntariamente sujetas a la conservación, primero para determinar si en efecto cumplen con ese propósito, y en segundo lugar para conocer su relevancia como elementos que fortalezcan un sistema eficaz de conservación en territorio.

Será indispensable reformular un análisis de vacíos, que ilustre con precisión qué porciones del paisaje nacional deben incorporarse como áreas protegidas componentes del sistema. Seguramente aquí será necesario considerar porciones importantes de selvas bajas caducifolias – que me parece que han sido tradicionalmente menospreciadas desde el punto de vista de la conservación; y muy particularmente, los ecosistemas ribereños de las cuencas fluviales del país, que adquirirán cada vez mayor importancia en función de los requerimientos crecientes de agua de calidad para el consumo humano en condiciones suficientes y oportunas, y en función de los riesgos de eventos catastróficos de inundación a la luz de la pérdida de tierras forestales y el impacto del cambio climático global.

Tengo la impresión de que tanto la Dra. Bárcena, titular de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat), como el Dr. Pedro Álvarez-Icaza, de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), el Ing. Raúl Jiménez Rosenberg, de la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso Sustentable de la Biodiversidad (Conabio), y el Ing. Sergio Graf de la Comisión Nacional Forestal (Conafor), coinciden en buena medida con las ideas expresadas en estas líneas. Tienen en sus manos, además, con la colaboración del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, la información y las herramientas adecuadas para formular una propuesta actualizada y robusta para el relanzamiento de un sólido sistema nacional de áreas naturales protegidas, que responsa a las circunstancias y necesidades del país y que – desde luego - proponga una fórmula de conservación en territorio que resulte no solamente técnica y científicamente coherente, sino económicamente viable y culturalmente aceptable.

Más allá de la intención y el conocimiento de causa, hace falta ver dos cosas que hasta hoy brillan por su ausencia: una voluntad política expresada en un presupuesto suficiente, ágil y oportuno; y una eficaz transversalidad que permita la coordinación de acciones entre diferentes unidades del mismo sector gubernamental, entre diversas dependencias del ejecutivo federal, y entre éste y el resto de las jurisdicciones subnacionales (estados y municipios), que tienen también a su cargos diversas categorías de áreas protegidas dentro de sus límites territoriales.

Desafortunadamente, lo que hoy se percibe es, por una parte, un presupuesto que recuerda a la película de El Hombre Increíble, de 1957, en la que el protagonista disminuye de tamaño cada vez más, y ve cómo esta condición complica su capacidad de lidiar con la cotidianidad, hasta que desaparece en el cosmos, perdido como una identidad incorpórea; y un escenario político en el que los diferentes actores ven sus roles como peldaños de una escalera hacia el cielo de sus propios intereses, y pierden de vista el interés de nuestra propia especie. El asunto tendrá que dar un viraje de ciento ochenta grados antes de que empecemos a ver avances relevantes en la satisfacción de las necesidades de protección del patrimonio natural que nuestra nación debiera salvaguardar en el territorio.
Lea, del mismo autor: 30-30


Edición: Estefanía Cardeña


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