Opinión
La Jornada
24/06/2025 | Ciudad de México
Durante sus 250 años de historia, Estados Unidos ha sostenido que posee un mandato legítimo para derrocar a los gobernantes que no sean de su agrado e imponer en su lugar regímenes satélites cuya función real es garantizar los intereses de la Casa Blanca y las corporaciones estadunidenses. Tras la Segunda Guerra Mundial, al ocupar el vacío dejado por los imperios francés y británico, Washington ha implementado esta política de Estado en el área cultural islámica que va del Magreb al centro de Asia y que tiene su corazón en Medio Oriente.
Su primera víctima fue el milenario pueblo persa, cuyo territorio es conocido desde 1935 como Irán. En 1951, los iraníes eligieron primer ministro a Mohammad Mossadegh, un político que reunía todas las virtudes que Occidente dice aplaudir: era moderado, laico, probo, ilustrado, educado en Europa, democrático e institucionalista. En 1953, ante la negativa de la Anglo-Iranian Oil Company (en la que los ingleses ponían la avaricia e Irán, el petróleo) a rendir cuentas sobre lo que a todas luces era una gigantesca operación de saqueo de hidrocarburos, Mossadegh decretó la nacionalización de este recurso. De inmediato, la CIA puso en marcha un plan para deshacerse de él e imponer una dictadura encabezada por el sha Reza Pahlavi. El proceso culminó con el golpe de Estado de 1953 e incluyó escuadrones de la muerte, caos económico inducido, una campaña de demonización muy semejante a la que se sigue hasta hoy contra el Irán independiente y el soborno a políticos y militares dispuestos a traicionar a su país.
Con la salvedad de que Mossadegh fue condenado a prisión domiciliaria perpetua y no asesinado a sangre fría, el guion usado en Teherán se replicó paso por paso décadas después para eliminar a Salvador Allende. Lo dicho no es producto de especulaciones ni de prejuicios antiestadunidenses, sino que se encuentra detallado en documentos de la CIA desclasificados décadas después de perpetrados los crímenes.
Instalado el sha en Irán, Washington continuó derrocando a los gobernantes nacionalistas de Oriente Medio y alrededores, en operaciones marcadas por un elemento común: políticos laicos fueron sistemáticamente sustituidos por regímenes islamitas practicantes del fundamentalismo religioso en Afganistán (1992), Irak (2003), Palestina (2006), Siria (2024) o por una ausencia total de Estado donde medran señores de la guerra y organizaciones terroristas, como ocurre en Libia desde 2011. Similares intentos de replicar este modelo se llevaron a cabo contra gobiernos surgidos del proceso de descolonización o el colapso de monarquías impresentables, pero fracasaron o se salieron de las manos de la CIA.
Esta perspectiva histórica permite entender que la farsa bélica de Donald Trump contra Irán no puede achacarse sólo al conocido gusto del magnate por las exhibiciones machistas de fuerza o a su alineamiento ideológico con el sionismo, sino que se inscribe en una "tradición" bipartidista que su país ha seguido por casi un siglo. Sin embargo, ha dejado su sello personal en la manera de presentar como una gran victoria atribuible sólo a él la "paz" que se habría alcanzado tras el intercambio fársico de ataques a todas luces calculados para limitar los daños y servir más a fines propagandísticos que estratégicos.
La paz que se atribuye es tan falsa como los bombardeos previos, pues no puede hablarse de una resolución del conflicto mientras Teherán se dispone a suspender toda cooperación con el organismo de control nuclear de la ONU y, ante todo, mientras permanece intocada la razón de fondo de inestabilidad en la región: la impunidad de que goza Israel para perpetrar un genocidio a la luz del día, apoderarse de los territorios de sus vecinos y bombardear civiles con pretextos absurdos como las "armas de destrucción masiva", tan inexistentes en Irán hoy como lo eran en Irak hace 22 años. Incluso si el resultado final de la ilegal agresión contra la República Islámica fuera el desmantelamiento del supuesto programa iraní de desarrollo de armas nucleares, hablar de éxito constituye una burla a la verdad, a los ciudadanos estadunidenses que financian involuntariamente la maquinaria de muerte de su país y a las miles de víctimas de los ataques desatados por la decisión de Trump de retirarse unilateralmente en 2018 del acuerdo alcanzado tres años antes por Washington y Teherán, en el cual se establecieron todas las salvaguardas necesarias para que el derecho iraní a investigar y operar la energía atómica nunca derivara en aplicaciones militares.
Edición: Estefanía Cardeña