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Foto: John William Godward (1904)

—Hablé con mi esposo. Vamos a divorciarnos.

María frunce el ceño. Mira la alfombra en el piso, el suave ondular de la cortina que mueve el viento. Dice la frase con un sosiego que resulta extraño. Algo en su voz no me cuadra. Quizá el tono, la parsimonia con la que habla. Me siento confundido. 

—Ya estoy harta de sus formas, de sus celos. Del control que intenta tener sobre mí. Lo estuve pensando. Mi decisión de no volver es definitiva. 

Jacques Derrida, el reconocido filósofo francés, tiene un libro cuyo nombre es bastante sugestivo: “Pensar es decir no”. La frase, que retoma de otro pensador galo, le sirve a Derrida para desarrollar toda una reflexión en torno al significado de la negatividad, de las complejidades del no, del sí, y de la intrincada dialéctica que afirma y niega nuestra voluntad y juicio. Es por medio de esta finísima tensión que sostiene el binomio sí-no como puede originarse el pensamiento que, para Derrida, sólo es digno de llamarse así en cuanto se aproxima a la verdad. 

—Ahora sí es en serio —afirma. Después sonríe—. O al menos eso pensaba hasta el sábado en la noche. 

La mirada socarrona de María es la luz que ilumina mi confusión. Cuando no tengo claras las cosas intento plantearme una pregunta: ¿a quién pertenece la duda? En ocasiones la duda es mía. Otras tantas de la persona que tengo enfrente.

—El sábado que hablamos lo tomó bastante bien. Me dijo: respeto tu decisión. Ya no te voy a retener. Si quieres nos la pasamos bien el domingo y el lunes me voy a casa de mis padres —María se ríe—. El amor es muy cabrón, doctor.

Lo complicado del amor sólo se iguala por la antigüedad de sus dificultades. Así lo sabemos por su historia: desde los Himnos sumerios a Inanna, pasando por los poemas de Safo de Lesbos, hasta algunos de los más memorables diálogos de Platón. Desde antes de Cristo hemos intentado entender algo que se resiste a una definición universal y cuya magia reside justamente en esa propiedad: es incomprensible, inasible, irracional. Con este último adjetivo lo define Sócrates en diálogo con Fedro. Ambos hombres caminan fuera de los muros de la ciudad. Fedro está regresando de casa de Lisias, con quien acaba de terminar de platicar sobre el amor. Le comparte a Sócrates la opinión de aquel: hay que conceder nuestros amores más bien al que no ama, que al que ama. ¿Por qué?

—Me pareció bien su idea. El domingo me levanté temprano y preparé un desayuno delicioso. Por la tarde me invitó a unos cócteles. Me vestí muy guapa, la verdad. Me chuleó como hace tiempo no lo hacía. En la noche —entorna los ojos— fue el mejor sexo. Nunca en 7 años habíamos tenido sexo así. No te vayas, le dije el lunes. No se fue. 

Según Lisias, los amantes están enfermos, carecen de buen sentido. Fuera de sí mismos, no pueden dominarse. Cegados de pasión, caemos en la ilusión que evita que consideremos las disposiciones del alma y del carácter de nuestro amado. Por eso dice Lisias, en boca de Fedro: libre de amor, soy dueño de mí mismo. Aseveración dura y trascendente que complementa Sócrates al afirmar que no hay peor guía que un ser enamorado: en su necesidad de satisfacer el deseo, se abandona a sus caprichos; para mantener a su lado al ser amado, no le importa alejarlo de la sabiduría. Por eso, dice el filósofo griego, el amor afecta al perfeccionamiento del alma, nos humilla y maltrata nuestra inteligencia a costa de placeres. 

—¿Por qué si ya me había decidido lo volví a hacer? Justo cuando dijimos vamos a separarnos, nos unimos más. ¿Acaso nunca voy a aprender?

¿Pero cómo nos explicamos, se pregunta Sócrates en el diálogo con Fedro, que si el amor es producto de Eros, y éste es un dios, pueda resultar así de malo? Nuestras palabras parecen culparlo de impiedad, pero la verdad es diferente: el amor es también un delirio que nos regalan los dioses para nuestra mayor felicidad. Por eso no renunciamos a él, y toleramos la constante duda que plantea Derrida en su Políticas de la amistad: ¿amamos verdaderamente al otro como otro, o lo amamos como la representación de nosotros mismos, nuestro idéntico? Y si libres de amor, somos dueños de nosotros mismos, ¿cómo no volver a amar con esa libertad recién adquirida? No hay respuesta a Platón ni a Derrida. La tensión que el filósofo francés plantea entre el sí y el no, es un retorno a la complejidad del amor y el desamor que ya adivinaba el sabio griego. Siempre queremos huirle, siempre añoramos volver a él.

*Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños




Edición: Estefanía Cardeña


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