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''Malditos bastardos: Sigo vivo''

La integridad de Roberto Saviano peligró desde 2006, pues su obra reveló los nexos entre la élite y el hampa en Italia
Foto: Efe

Las palabras demostraron ser más eficaces que el plomo. Lo supo desde joven Roberto Saviano, el escritor italiano que vive —y a ratos sobrevive— con una sentencia de muerte firmada por la Camorra.

Su historia —de esas que si fuera novela resultaría inverosímil— comienza en 2006, cuando publicó Gomorra, una autopsia poética de la criminalidad organizada que gangrena su Nápoles natal. Saviano no inventó nada, sólo puso nombres, apellidos y métodos a un sistema criminal que todos conocían, pero que nadie se atrevía a retratar. Traficantes, constructores, políticos, jueces, curas y empresarios: todos forman parte del engranaje. Todos sabían, y todos callaban, menos él.

La osadía tuvo precio: La Camorra no lo perdonó. A las pocas semanas de publicado el libro, el clan de los Casalesi —uno de los más poderosos de la organización— le puso precio a su cabeza. Desde entonces, Saviano dejó de ser un hombre libre: No volvió a tener una casa, ni privacidad, ni descanso. En casi dos décadas ha habitado más de 60 lugares diferentes. Vive bajo custodia permanente, protegido por una escolta de siete agentes armados, las veinticuatro horas del día.

Desde 2006, su vida es un búnker, una maleta, una ventana tapiada; una conversación susurrada, una rutina vigilada. Y una larga lista de amenazas: cartas, videos, mensajes cifrados. En 2008, el entonces ministro del Interior italiano, Giuliano Amato, reconoció que “el nivel de riesgo que corre Saviano es comparable al de quienes luchan contra el terrorismo internacional”.

Lo que escribe no son novelas negras: Son mapas de corrupción. Saviano no sólo denunció al hampa napolitana, también reveló sus conexiones con el norte industrial de Italia, con las élites empresariales, los bancos, los paraísos fiscales, los contenedores del puerto de Gioia Tauro, la alta costura de Milán, el cemento de Calabria y el oro de Zúrich. Mostró cómo el crimen organizado no es el subsuelo del sistema, sino su estructura misma.

Y por eso lo quieren muerto.

Años después, con una identidad falsa, Estados Unidos le ofreció asilo. Se refugió bajo el seudónimo de David Dannon, escondido en casas prestadas, con la condición de dejar de escribir: el silencio como libertad. Como él mismo confesó: “Me sentía muerto en vida”. Pero la abstinencia de palabras lo enfermaba más que el miedo. Hasta que un vecino lo reconoció. “¡Ah, el escritor italiano!”, dijo. Y todo volvió a empezar.

Su figura fue objeto de solidaridad internacional. Personalidades como Salman Rushdie —también condenado por escribir—, Margaret Atwood, Umberto Eco y Susan Sontag firmaron manifiestos en su defensa. Pero con el paso de los años, esa empatía se fue erosionando. En Italia, políticos de extrema derecha, como Matteo Salvini o Giorgia Meloni, lo señalaron de “privilegiado”, de vivir del erario; llegaron incluso a cuestionar el costo de su escolta: “Una medida de despilfarro”, dijeron algunos.

Sin embargo, la condena de muerte seguía activa. Las amenazas nunca cesaron, y tampoco su angustia. En entrevistas recientes, Saviano ha confesado que en varias ocasiones ha pensado en suicidarse. “Hay momentos en los que me he dicho: si me mato, se acabó el juego para ellos también.Pero no lo hice. No quería darles esa satisfacción”, ha dicho con voz quebrada.

Y entonces, el lunes pasado, ocurrió algo inesperado.

Un tribunal de Roma dictó sentencia firme contra el jefe criminal Michele Zagaria —líder del clan Casalesi, capturado en 2011 tras 16 años prófugo— y contra su abogado, Rosario Flocco. Ambos fueron condenados por amenazar públicamente a Saviano. No fue una amenaza cualquiera: fue en televisión, en horario estelar, ante millones de espectadores: Un desafío directo a la justicia y al periodismo.

La sentencia tardó 17 años. En ese tiempo hubo una primera condena anulada, traslado de tribunal, nuevo juicio y al menos cinco aplazamientos: desde certificados médicos estratégicamente presentados hasta recusaciones. “La justicia se me ha ido como arena entre los dedos”, escribió Saviano. Pero esta vez no. Esta vez el sistema no se quebró. Esta vez la verdad ganó un round.

Al escuchar la resolución, Saviano se derrumbó. Lloró como quien llora por su propio entierro interrumpido. Abrazado a su representante legal, declaró entre sollozos: “Me han robado la vida, y yo me la he dejado robar”. No fue una frase de derrota, sino de crudeza. El precio que ha pagado por su coherencia es incalculable. En su libro ZeroZeroZero, donde documenta el negocio global de la cocaína, escribió que quien decide hablar contra el crimen se convierte en “hijo de nadie, sin tierra, sin tumba, sin paz”.

Y sin embargo, sigue. No por heroísmo, sino por necedad. O por rabia.

Esta sentencia no borra los años de miedo, ni las habitaciones vacías, ni las relaciones truncas, ni las tentaciones de rendirse. Pero representa algo: la afirmación de que las palabras pueden más que el plomo. Que el sistema, por lento y torpe que sea, puede encontrar la brújula. Que la memoria puede vencer al olvido, que los libros —esos malditos, poderosos libros— aún hacen temblar a los tiranos.

Al final del día, Saviano escribió en sus redes una línea seca, cortante, hermosa. La misma que cierra Gomorra. La misma que pronunció cuando dejó de llorar en el tribunal y dibujó una mueca de sonrisa: “Malditos bastardos: Sigo vivo.”

Lea, de la misma columna: Cosechar tempestades

Edición: Fernando Sierra


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