Opinión
Margarita Robleda Moguel
20/07/2025 | Mérida, Yucatán
En los 70, llegué a los 20 cargada de preguntas: ¿Esto es todo? Le dije a mi madre, viuda ya, que necesitaba salir a buscar mi camino. Ella respondió sabiamente: “Ya te enseñé lo que está bien y lo que está mal; anda a buscarlo”. Mis padres habían encontrado el sentido de sus vidas. Mi padre murió muy joven, hombre honesto, había organizado en cooperativa a los pescadores de Isla Mujeres, propiciado la recuperación de las tortugas antes de que estuviera de moda la ecología. Mi madre, había traído a casa a Pedro para que estudiara, un niño que pedía limosna en la Temporada y le dio un catre en el patio a Lázaro, un mendigo, que dormía en santa paz, con dos gallinas acurrucadas en sus hombros.
Con ese ejemplo, me urgía encontrar lo mío y me lance muerta de susto y de gusto a la Ciudad de México. Después de casi un año de diferentes aventuras, me encontré una religiosa del Colegio Mérida donde había estudiado y me dijo que estaba en una escuelita en Guachochi, en la Sierra Tarahumara. Encendida mi curiosidad, me dijo que desde Parral salían avionetas y autobuses que tardaban 18 horas.
Armé el viaje y el lugar me enamoró, en unos días me encontré aceptando la invitación para ser maestra de primero y de quinto en las tardes, asesorada por las religiosas. La belleza de la sierra me cautivó, por lo que al despedirme de ella escribí: “mi corazón quedo atorado de un pino y mi espíritu vaga por las barrancas y me llama”. Palabras que me traen de vuelta.
No fue fácil, en ese entonces existía lo que se llamaba clausura; las religiosas, después de las clases, entraba a espacios vedados para mí. Al cabo de los años, entendí que con eso aprendí a vivir conmigo y en la actualidad, cuando me preguntan: “¿vas sola?”, respondo algo que sacude a la mayoría: “No, voy conmigo”. También la clausura, me permitió la libertad de ir a comer a casa de mis alumnos o de los jóvenes del club que armó la escuela. Eso permitió que mi estancia de aquel maravilloso 1971 se prolongara hasta el día de hoy. Conocí a Rogelio Yáñez y a Armida Aguirre, ambos herederos de unos soldados franceses que se perdieron en la sierra y la poblaron de ojos verdes y tez muy blanca a los que los rarámuris llaman chabochis, a veces no en vano por los abusos con los que aun los maltratan. En cambio, Roger y Armida, después de tres hijos, adoptaron a una niña rarámuri, como vi hacer en mi casa y me dije que, en la sierra, yo era Margarita Yáñez Aguirre.
Tan es así, que en este 2025, fallecidos ambos, voy a Guachochi al 25 aniversario de boda de Rogelio el mayor, quien se casó con Jessy García y que ya me dieron tres sobrinos nietos más.
En la Sierra aprendí que los amigos y la felicidad, no se compran en las tiendas. Se construyen con el tiempo y un cafecito y galletas de pinole, con historias de como las de las dos y media horas que hoy nos llevan a Parral, a don Israel Aguirre, de joven arriero, les tomaba una semana llevar en las mulas la mercancía local, bajo lluvia o nieve, y mercar las telas y anexas que necesitaban de regreso. La mamá de Rogelio, doña Virginia Bustillos, en un desayuno al que me invitó, me mostró la abundancia de las ricuras de su mesa diciendo: “los huevos, tamales, tortillas, quesos, panes, avena, leche, son de casa, solo el café, me trajeron”.
¿Cómo no se va a quedar mi espíritu atorado en un pino, si al que le das tiempo, ¡te cuenta cada cosa! Y esas noches en que, por más que lo intentara, las estrellas siempre eran cincuenta, sin cuenta… En una de esas escribí rasgando mi guitarra: “La busqué en la gran ciudad, / sin poder hallar, / la paz que necesita mi corazón. // He buscado fama y fortuna, / sin hallar/ la paz que necesita mi corazón. // Al olvidarme de mis penas, / consolando las ajenas, / al compartir mis conocimientos, / alivianado un poco el sufrimiento, / eso es/ la paz que hallé // al sembrar una esperanza, / alentarla día con día, / arrancar una sonrisa, / dar un poco de alegría, / eso es la paz que hallé.”
Estoy en Tonachi con mi amiga serrana América Angelina Ramos Blanco. Ella, después de algunos tropiezos, orgullosa de su cultura rarámuri, tiene el hermoso hostal Rimuri, en donde llegan los sedientos de paz y es comisaria que apoya a los rarámuris, hombres y mujeres de pies alados a solucionar problemas. Encontró el sentido de su vida. ¡Felicidades!
Edición: Fernando Sierra