Opinión
Nalliely Hernández
30/07/2025 | Mérida, Yucatán
Las recientes marchas en contra de la gentrificación levantaron varias polémicas muy comentadas en medios. Si bien se trata de un problema complejo y difícil de resolver, me sorprendieron los abundantes comentarios que en general iban dirigidos a defender la lógica misma del capital en su modo neoliberal, como la no regulación de las rentas o la prioridad de políticas para atraer capitales por encima de la política de los derechos. Con ello caí en cuenta de que las generaciones que nacieron a partir de la década de 1990 y que hoy están o llegan a su adultez sólo han conocido como forma de organización económica y social (digamos hegemónica), la de más o menos libre mercado. De hecho, en México y buena parte del mundo se ha tratado de una lógica plenamente neoliberal, es decir, con un considerable adelgazamiento del papel regulador del Estado.
Para quienes aún aprendimos que había sociedades socialistas o que el comunismo era una aspiración (ya se podía discutir si era mejor, peor o viable) teníamos un imaginario que al menos concebía la posibilidad de formas alternativas a la vida regulada por el mercado. Podíamos, aunque fuese en teoría, contrastar unos modos de organización social con otros. Desde entonces, viejas y nuevas generaciones hemos ido naturalizando la idea de que el mundo es necesariamente capitalista, que no hay otra forma de organizar la economía y la vida social. Las teorías ilustradas provenientes de autores como John Locke, Adam Smith o Anne-Robert J. Turgot que naturalizaron la idea de la propiedad privada (en buena medida proveniente del despojo colonial), nuestra “inclinación” al comercio, la división del trabajo y el funcionamiento del mercado con su famosa “mano invisible”, hoy no parecen tener rival. Ahora se vuelve evidente la reiterada afirmación de Slavoj Žižek cuando dice que es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo.
Más aún, resulta hegemónica la idea de que este es resultado de una cierta evolución humana que, por supuesto, viene de Europa y que hoy en su etapa neoliberal nos muestra, como cuentan George Monbiot y Peter Hutchison en su libro La doctrina invisible, más como consumidores que como ciudadanos. Junto con esta naturalización se justifica que las grandes riquezas del mundo se deben al talento de personas emprendedoras e innovadoras, y son la recompensa de aquellos que “merecen” triunfar. Al mismo tiempo, quien fracasa económicamente es porque le falta competencia, ganas, mérito o carácter. Por ello cualquier intervención del Estado para redistribuir la riqueza mediante políticas públicas (impuestos, servicios públicos, derechos) es ir en contra de una jerarquía natural.
Si bien la predicción de Smith de que la “mano” del mercado distribuiría los beneficios entre toda la sociedad fracasó, la interiorización de que las cosas naturalmente “son así” parece dominar cada vez más. Ahora bien, lo más grave no es que los ricos se hayan convencido de que su riqueza se debe a su capacidad y trabajo para hacer fortuna, sino que los pobres y oprimidos terminan culpándose de su situación, como dicen Monbiot y Hutchson: “Terminan siendo vistos, tanto por sí mismos como desde fuera, como perdedores”. Se culpa al individuo de un fracaso que es sistémico y este se convierte en su propio verdugo.
Esto se vuelve claro en la defensa del fenómeno de la gentrificación, cuando un conjunto de políticas dirigidas a pensar la vivienda como un derecho, a combatir la especulación y el despojo produce críticas desde la propia ciudadanía, que en su mayoría no tiene ella misma departamentos o edificios enteros para poner en renta en colonias de alta plusvalía. Y cuando la famosa atracción de capitales muchas veces no se traduce en una actividad productiva, como la construcción de vivienda, sino como mero cobro de peaje o renta por el uso de quien ahora la posee y monopoliza con ella.
Además, la lógica del mercado no solo hace que nos concibamos a nosotros mismos como consumidores o empresarios, más que como miembros de una comunidad, sino que va naturalizando, además de la explotación, otros elementos menos explícitos y más perversos del capitalismo. Como Nancy Fraser ha señalado en su libro Capitalismo caníbal, en tanto forma de organización social y no solo económica, el capitalismo requiere soportes extraeconómicos para funcionar, es decir, requiere que algunas cosas puedan ser desposeídas sin pago o reparación alguna: como la riqueza expropiada de la naturaleza, el trabajo doméstico o de cuidados o de pueblos subyugados mediante la colonización y el racismo.
Por ello lo más grave de interiorizar la lógica del mercado, creo, ni siquiera es la idea de que todo pueda ser vendido o comprado, sino que ello implica naturalizar la expropiación y opresión permanente de una buena parte de la vida. Algunas visiones alternativas han resistido en comunidades históricamente oprimidas, alternativas indígenas y feministas, y sin duda las manifestaciones dan cuenta de un cuestionamiento a esta única forma de vida, pero sería urgente un ejercicio conjunto de imaginación para salvarnos.
*Profesora del Departamento de filosofía de la Universidad de Guadalajara
Edición: Fernando Sierra