Opinión
La Jornada Maya
04/08/2025 | Mérida, Yucatán
Controvertida, pero de alguna forma bienvenida por lo tajante, la prohibición del ingreso de comida “chatarra” a las escuelas fue el punto culminante de una estrategia de promoción para la adquisición de buenos hábitos alimentarios entre la población mexicana. Sin embargo, los resultados en el corto plazo siguen siendo insuficientes, según revelan los resultados del tamizaje realizado a estudiantes de educación básica como parte del programa Vive Saludable.
En general, 37 por ciento de la niñez mexicana vive con sobrepeso y obesidad. Sin embargo, el panorama para los que habitan en la península de Yucatán es devastador: los tres estados ocupan los nada honrosos primeros lugares del podio para estas condiciones, que para algunos son una enfermedad. Independientemente del debate médico, lo cierto es que tener mayor peso o un porcentaje de grasa subcutánea o, peor aún, visceral, son factores que incrementan el riesgo de desarrollar padecimientos crónicos.
Si infancia es destino, resultaría lamentable que ese 56 por ciento de infantes y adolescentes que registra Campeche con sobrepeso y obesidad, junto con el 52 por ciento de Quintana Roo y el 51 por ciento de Yucatán, lleguen a la edad adulta en esa misma condición; ya no digamos lo costoso que sería para el sistema de salud el atender a una población diabética, hipertensa o con trastornos alimentarios. Simplemente es condenar a más de la mitad de los peninsulares a una vida de vulnerabilidad.
Si se agrega que el cuarto lugar lo ocupa Tabasco, con 48 por ciento de su población infantil con sobrepeso u obesidad, lo que resulta es que que prácticamente toda la región que une el Tren Maya se encuentra en riesgo de tener a gran parte de su población con alguna dependencia de insulina o del losartán y vasodilatadores.
El resultado del tamizaje no descalifica la estrategia Vive Saludable, pero sí revela una triste realidad: la creación de hábitos de alimentación y actividad física no puede quedarse como una responsabilidad exclusiva de la escuela. El asunto se encuentra entre la problemática que acusan los docentes: se necesita crear comunidad, que los paterfamilias se involucren en el proceso educativo, entendiendo que éste no está limitado a la adquisición de conocimientos, sino que debe ser una preparación integral para una vida independiente.
Eliminar la comida ultraprocesada y bebidas saturadas de azúcar o peor, de edulcorantes artificiales, de los planteles escolares es apenas una parte. Si al salir, niños y jóvenes se encuentran en ambientes donde estos productos están al alcance de su mano, o si las familias han llegado al punto de adjudicarle un valor a su consumo, de manera que esos refrescos, pastelillos, galletas y frituras resulta aspiracional o sinónimo de diversión, estamos ante un gran problema cultural.
Es necesario, entonces, impulsar acciones más complejas, incluso más allá del ámbito escolar. Reiteramos: si la política de combate a la obesidad y el sobrepeso se queda en la promoción de hábitos alimenticios saludables y de ejercicio regular quedan únicamente como responsabilidad de la escuela, se conseguirá muy poco si no se promueve en otros ámbitos el crear relaciones sanas con la comida. Tampoco es bueno que se fomente servir e ingerir grandes raciones como muestra de afecto y agradecimiento al familiar que preparó los alimentos, o porque se tiene una ocasión especial.
Se requiere entonces de apoyos por parte de profesionales de la nutrición, pero también desde el ámbito sicológico e igualmente desde la educación física. Los índices que se tienen actualmente deben disminuir pronto, si es que no se quiere que pasen a acompañar a otros indicadores negativos, como los niveles de alcoholismo y las tasas de suicidio que se tienen en el paraíso peninsular.
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Edición: Estefanía Cardeña