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—Creo que mi esposa tiene un amante

Las dos caras del diván
Foto: Les Amants. Magritte

—Creo que mi esposa tiene un amante. 

Hay en la voz de Diego una seriedad funesta. La gravedad de su semblante, el ceño fruncido, los ojos cerrados con una fuerza que intenta proteger la mirada de una catástrofe. 

—¿No me vas a preguntar en qué me baso para creer eso?

—¿Es necesario?

Suspira.

Hay en toda creencia un elemento real y otro fantaseado. Mi hipotética pregunta sobre los fundamentos de su sospecha, ¿hacia qué apuntaría?

—¿Es posible conocer de verdad a alguien? —pregunta Diego— ¿Saber lo que quiere, lo que desea? ¿Saber todo de ella?

Ya lo decía la inscripción en Delfos: “Conócete a ti mismo”. Sócrates, que no perdía oportunidad de ser autocrítico, reconocía que si él mismo no había podido seguir el precepto de Delfos, le parecería ridículo intentar conocer lo que le era extraño. Y, sin embargo, el anhelo de Diego —común y propio de nuestra voracidad postmoderna— está contagiado por una deformación histórica. En La hermenéutica del sujeto, Foucault explica que la invitación délfica como una forma de introspección es consecuencia, entre otras cosas, del imperativo confesional cristiano. No siempre tuvo la connotación psicológica que ahora le atribuimos y con la cual nos explotamos. 

—¿Si pueden llegar a conocerse dos personas que viven juntas?

La respuesta está en una pintura de Magritte. Les Amants. 1928. Dos personas con los rostros cubiertos se aproximan en un beso que no puede completarse. Las sábanas que los envuelven imposibilitan la consumación del contacto. Los ojos, no se diga, tampoco pueden mirarse. Los amantes de Magritte están ciegos, o al menos están cegados. Apuntan a revelarse el uno al otro, a conocerse, a entregarse. Pero el surrealista francés nos anticipa: para ser amantes hay que estar cegados. El amor, dice un filósofo allegado a Hegel, es una mentira decantada. 

—No sé qué hacer. Si preguntarle, si espiarla. Estoy tan seguro, casi, que he considerado tener mi propia amante.

“A veces me pregunto quién inventó el corazón humano”. La duda es de Justine, protagonista de la primera novela que conforma El cuarteto de Alejandría, del escritor inglés Lawrence Durrell. Justine, personaje memorable, merodea entre su esposo y su amante, con quien desarrolla una intimidad basada en lo intelectual: se leen la mente de manera infalible, las ideas se les ocurren simultáneamente; se han vuelto tan cercanos que se presumen esclavos el uno del otro. Pero ella está casada con Nessim, quien, político y pragmático, está lejos de representar el deseo total de Justine. ¿Acaso es posible colmar el deseo? Las prohibiciones, dice Durrell, crean el deseo que pretenden curar. La solución se vuelve refinar el deseo para poder acceder a algo más sutil, más tenue, matizado por la espera y la añoranza. Un deseo enmascarado. 

—¿Sabes una cosa? No le voy a decir. Ella jugará su juego; yo el mío. Voy a hacer como que no sospecho. La veré sin mirar. La falta de mi mirada permitirá que la siga amando.

Lo pintó Magritte: el amor es un espacio transitorio que se crea cuando dos sujetos se quieren acercar, pero aún no lo hacen. El amor son dos sujetos con la posibilidad de mirar, pero que optan por permanecer cegados. Como Nessim, que instala un telescopio en su casa en el desierto para mirar el cielo estrellado, pero una noche decide cambiar su objetivo. Lo dirige hacia las dunas donde su mujer camina abrazada de su amante. La ausencia de su reclamo es la sábana en el rostro de los amantes de Magritte.

—¿Eso significa que soy un tonto? Si le pago con la misma moneda, ¿significa que la amo menos?

El amor es terriblemente estable. A cada uno nos toca una sola porción. Puede presentarse en infinidad de formas, volcarse en infinidad de personas. Pero es limitado en su cantidad, se gasta antes de haber alcanzado su verdadero objeto. Poco importa. Ya lo dice Durrell en boca de Arnauti, otro amante de Justine: el amor es como un silogismo al que le faltan las premisas verdaderas. No las necesita. Como tampoco necesita explicarse. Sabe que no hay nada que pueda explicarlo todo, aunque queramos servirnos de cualquier cosa para iluminarnos.

*Escritor, sicoanalista y siquiatra de adultos y niños




Edición: Estefanía Cardeña


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