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Foto: Karla Martínez López

Karla Martínez López

En el corazón de los barrios del centro histórico de Mérida, en la parroquia de San Sebastián, vive una escultura religiosa que guarda en su cuerpo de madera las transformaciones del tiempo y la devoción de generaciones: la Virgen de la Asunción. Aunque hoy la conocemos bajo esa advocación, esta figura ha pasado por múltiples modificaciones, tanto físicas como simbólicas, que la han convertido en un retrato vivo de la relación entre una comunidad y su imagen sagrada.

Tallada en madera y policromada a punta de pincel, esta escultura fue creada en el siglo XVIII. Desde sus orígenes, fue concebida como una imagen para ser vestida: su estructura interna es un bastidor hecho de tiras de madera cubiertas por tela encolada, una técnica común en las imágenes religiosas del periodo. Solo su rostro, manos y antebrazos tienen una talla detallada y policromía fina, mientras que el resto del cuerpo está pensado para quedar oculto bajo las múltiples vestiduras que su congregación fervientemente le confecciona. 

Más allá de su manufactura, lo que realmente cautiva es su metamorfosis en el tiempo. La Virgen, no siempre fue la Virgen de la Asunción; en algún momento sostuvo en su mano izquierda al Niño Dios, una postura que no corresponde con la iconografía de esta advocación. Hacia mediados del siglo XX, alrededor de 1950, se tomó la decisión de retirar al Niño y coronar a la imagen como la Virgen de la Asunción, formalizando así la devoción popular que ya se había arraigado.

Este cambio en su significado vino acompañado de transformaciones materiales. La posición de los brazos, por ejemplo, parece haber sido modificada para acomodar su nuevo rol. Aunque en el presente solo conserva la articulación del antebrazo, radiografías recientes realizadas para diagnosticar el estado de conservación de la escultura, revelaron que originalmente contaba con un sistema que le permitía sostener objetos, como al niño Dios en una postura natural. Incluso se identificó en la mano una perforación que habría servido para sujetar la pequeña figura.

Los cambios estéticos también han sido numerosos. La escultura presenta varias capas de pintura, testigos de distintas épocas y decisiones colectivas. Una intervención documentada en 1869 dejó una huella en la base de la imagen, pero no fue la última. En los primeros años del 2000, se realizó una restauración con la intención de recuperar su policromía original. El resultado fue una encarnación más pálida y suave que no fue del agrado de la comunidad. El descontento fue tal, que se optó por cubrir nuevamente la imagen con una nueva pintura. Más rosada, con mejillas sonrosadas y labios marcados, más cercana a la estética a la que los fieles estaban acostumbrados.

Y así, la Virgen fue transformada, no por capricho, sino por amor. Cada modificación —cada capa de pintura, cada arreglo— ha sido una forma de mantenerla presente, viva, cercana a quienes la veneran.

Su peana, una base tallada en madera con querubines que emergen de una nube plateada, también ha sido testigo del tiempo. Fechada en 1799 y con una posible intervención registrada en 1850, muestra múltiples colores superpuestos, señal de repintes que buscaban actualizarla o conservarla según el gusto del momento. Algunas figuras tienen ojos de vidrio; otras, solo pintados, en una lógica económica que revela cómo hasta en el arte sacro hay decisiones prácticas.

Pero no todas las alteraciones han sido actos devocionales. En años pasados, la escultura fue víctima de un robo: le rompieron algunos dedos para arrancarle anillos y collares. Hoy, los daños no se notan a simple vista ya que fueron cubiertos por capas de pintura, pero las radiografías aún revelan las fracturas, como cicatrices ocultas bajo el ropaje.

Cada uno de estos cambios, lejos de desvirtuarla, la acercan más a su comunidad. En Yucatán, donde el sincretismo entre la tradición maya y el catolicismo tiene raíces profundas, las imágenes sagradas no solo se veneran, se adaptan, se transforman, se viven. La Virgen de San Sebastián es un testimonio de esa relación viva entre fe, historia y cultura. No es una pieza de museo, es una imagen con memoria, con voz, con cuerpo intervenido por el tiempo y por el cariño de su pueblo. Una virgen que el próximo 15 de agosto, está de fiesta.

Karla Martínez López  es restauradora de la Sección de Conservación del Centro INAH- Yucatán.

Coordinadora editorial de la columna: 
María del Carmen Castillo Cisneros, antropóloga social del Centro INAH Yucatán.


Edición: Fernando Sierra


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