Opinión
Rafael Robles de Benito
12/08/2025 | Mérida, Yucatán
Las dos narrativas más letales que ha construido la humanidad son sin duda las de religión y patria. De la primera no hay mucho que decir: los asesinatos cometidos en nombre de un dios u otro son legión, y continúan, especialmente entre los pueblos de las llamadas “religiones del libro”, que oyen no sé qué voces que les dicen que quien no cree en la misma deidad y la honra de la misma manera ritual que ellos, sobra en el planeta y hay que exterminarlos. Eso a un lado, la otra idea que mata a más personas que el dinero, o los celos, es la de patria. Esa a la que “un soldado en cada hijo le dio” no sé quién. Las dos ideas suelen mezclarse, y potencian o multiplican su poder destructor, como cuando se habla de un “pueblo elegido” o una “tierra prometida”, o cuando se presume que el destino de la patria fue escrito por el dedo de dios.
A todos nos han metido en la cabeza, desde muy pequeños, alguna forma de estas dos ideas, hasta el punto en que nos resulta muy difícil reflexionar acerca de ellas. Se han convertido en meros datos, que parecen formar parte de nuestra identidad, de manera que cuestionarlas nos resulta amenazador, o incluso insultante. En uno de mis primeros libros, Lo que Sabía mi Loro, figuraba un simpático relato en el que un profesor le preguntaba al más lerdo de sus alumnos qué era la patria. El muchacho respondía titubeando: “la patria… la patria… ¡es mi madre!” Me hizo gracia hasta que me cansé de oír la cantinela de “la madre patria”. Entiendo la intención de proponer la analogía entre la idea de nación y la maternidad: espera hacer que todos los que suponemos ser parte de una entidad nacional uniforme, nos consideremos hermanos de nuestros connacionales. El lío de explicarnos por qué somos en realidad tan distintos, gozamos de ventajas relativas diferentes, y encaramos distintas carencias y dificultades, queda para una reflexión posterior, a la que al parecer habría que restarle importancia.
A quienes cursamos la escuela primaria en México durante la década de los sesenta, nos tocó la suerte de asociar la idea de patria con la imagen de una hermosa mujer morena, envuelta en una túnica blanca y sosteniendo la bandera nacional, con la mirada puesta en un futuro prodigioso. Esa imagen era la portada de todos los libros de texto gratuitos, de primero a sexto grado, que iban además por pares: el libro y un cuaderno de trabajo. A las tiernas edades entre los seis y los doce años, esto dejó una marca indeleble, pero engañosa. Lo mismo que la revolución francesa no es una mujer airada con gorro frigio y un pecho al aire, la nación mexicana es algo muy distinto de lo que nos prometía la portada de nuestros libros escolares. Como tampoco lo era la representación de la patria como el cuerno de la abundancia: las carencias son evidentes y la pobreza de buena parte de los compatriotas resulta lacerante. La idea de patria, así en abstracto, resulta no solamente inasible, sino pletórica de contradicciones.
Ciro Alegría puso a su novela más conocida el título de El Mundo Es Ancho y Ajeno. En ella, el protagonista, forzado a abandonar su terruño, emprende un viaje tortuoso, lleno de penalidades y peripecias, donde participa de oficios y actividades que le resultan remotas y desconocidas. Vuelve a su lugar de origen convencido de que, en efecto, el mundo le resulta enorme, y le es profundamente ajeno. Su lugar es su paisaje, donde conoce lo que ve, donde sabe hacer lo que tiene que hacer para construir una vida satisfactoria, y donde la gente con que se cruza cotidianamente sabe quien es y lo saluda con familiaridad y estima. Como el personaje de Alegría, encuentro al paisaje, en tanto constructo que elaboramos desde nuestra percepción y acción, de una escala mucho más humana que cualquiera de las ideas comunes de Patria. Esto, dicho sea de paso, lo veo desde un humanismo a secas, basado en la premisa de que “nada que es humano me es ajeno”. Pretender que hay algo así como un “humanismo mexicano” no hace más que acrecentar la confusión que genera la idea de patria.
Ortega y Gasset decía, hace ya casi un siglo, en sus Meditaciones del Quijote, que “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”. Si se me permite la analogía, la circunstancia a la que se refería el filósofo hoy se puede entender como paisaje. Ese paisaje que construyo cada día es en efecto mi circunstancia, y es mi tarea humana salvarlo también cada día, dejarlo en mejor estado que cuando lo encontré. Esta debería ser la tarea de todos y todas, independientemente de qué lado de cuál frontera nos encontramos, o de lo que diga nuestro pasaporte o nuestro carné de identidad. Así, esta suerte de “patria ecuménica”, esta suma de paisajes personales, que es más que una mera sumatoria, debería ser nuestra aspiración y el motor de nuestros esfuerzos. Humanos todos, para serlo más tendremos que actuar en función de mejorar nuestros paisajes – nuestra circunstancia – en la medida en que ello no implique deteriorar la de los otros.
Edición: Fernando Sierra