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Segunda meditación sobre la libertad

Este ejercicio sólo es posible a través de la práctica de la tolerancia y la generosidad
Foto: Enrique Osorno

Los fundamentos del pensamiento liberal los podemos rastrear en John Locke (uno de los primeros filósofos que teorizaron en favor de la propiedad privada), concretamente en su Tratado sobre la tolerancia (1689), donde se expone que los hombres tenemos necesidad de libertad y que ésta debe ser justa, verdadera e imparcial, por lo que el ejercicio de la misma sólo es posible a través de la práctica de la tolerancia y la generosidad, lo que implica poner siempre por encima de los intereses individuales o sectarios el interés público, mismo que se sustenta en la preservación de la vida, la seguridad, la propiedad y la paz.

Nuestras dos libertades primarias se verifican en la elección de vivir en un Estado de derecho y en la decisión de la forma que le damos a ese Estado de derecho; nuestra libertad, para Locke, se ampara en una absoluta libertad de conciencia.

El punto de partida de Locke tiene un evidente fondo religioso que se relaciona con la tolerancia entre los cristianos. Para el filósofo inglés, la intransigencia contra quien piensa de manera distinta opera en contra de los valores fundamentales de amor y caridad, lo que implica que la intolerancia es diametralmente opuesta a la fe cristiana, a la cual los hombres se vinculan de manera legítima a través del ejercicio pleno de su libertad y no por alguna suerte de coacción; Locke estaba preocupado por el hecho de que los asuntos civiles y los asuntos religiosos se habían mezclado indebidamente, lo que había propiciado que, en aras de la fe, se cometieran injusticias y atrocidades.

Como podemos ver, Locke descubre que existe una relación decisiva y prácticamente indisoluble entre tolerancia y libertad y que ambas garantizan el ejercicio del amor y de la caridad (nombre cristiano de algunas formas de la solidaridad humana).

Más la teorización ética de la libertad desarrollada por Locke tiene un rostro alterno en el concepto de libertad acuñado por la burguesía en ascenso, mismo que pone énfasis en un conjunto de derechos individuales que adquirieron la forma de libertades concretas y específicas (de pensamiento, de expresión, de elección de gobernantes, de tránsito y, sobre todo, de ejercicio de actividades económicas) que se fueron identificando cada vez más con la práctica del individualismo radical, mismo que tomó forma en los postulados del liberalismo económico cuya propuesta fundamental se centra en la eliminación absoluta de cualquier tipo de regulación para los intercambios comerciales, donde la búsqueda del mayor provecho individual redundaría en progreso y bienestar común.

Tenemos entonces un liberalismo ético y un liberalismo económico que se contraponen a pesar de que se estructuran alrededor del mismo concepto, cuya prospección, sin embargo, debe analizarse para reconocer (en ambos casos) sus alcances y limitaciones.

El concepto de libertad en Locke se vincula con la tolerancia y a partir de allí se configura como un medio para conquistar la paz, la justicia y la solidaridad, lo que le da a la libertad un distintivo fundamental en el terreno de los valores morales. El concepto del liberalismo económico (desarrollado básicamente por Adam Smith y David Ricardo) es absolutamente monolítico y en él la libertad se entiende simplemente como un “dejar hacer” en relación de la libre iniciativa y la capacidad individual; al entender la libertad en función de la ausencia de cualquier tipo de regulación y como un ejercicio de la iniciativa individual que no se detiene en consideraciones de orden comunitario, la libertad se diluye como valor ético porque se traduce en un ejercicio cotidiano del egoísmo, donde cada quien se ocupa exclusivamente de sus propias necesidades e intereses, sin darle demasiada importancia al hecho de que tales necesidades e intereses sean legítimos o no.

A ese nivel, entonces, la libertad deja de ser un factor del bienestar humano y se convierte en una especie de insustancial fetiche con el cual los libertarios pretenden hacernos creer que la naturaleza de la vida social radica en la lucha constante por imponernos sobre los demás y que allí está justamente el factor decisivo del progreso humano. A ese nivel, la libertad consistiría entonces en aceptar el derecho que cada uno de nosotros tiene de satisfacer sus necesidades propias, de la misma manera en que para sobrevivir el pez grande debe comerse al pez pequeño. (Lo rudimentario del planteamiento habla por sí mismo).

Atendiendo a lo anterior, deberíamos preguntarnos si la libertad no es un concepto vacío cuando se le desvincula del interés público, de la tolerancia y de la generosidad, contradiciendo lo que proponía Locke. Al promover el egoísmo ético, como lo proponen los libertarios, la libertad deja de ser un valor y se convierte en una trampa que legitima el sectarismo y la ley del más fuerte sin ninguna suerte de consideración de orden superior en la que opere el deseo del bien, de la equidad o de la justicia individual y colectiva, esas “atrocidades culturales” de las que hablan siempre los “zurdos de mierda”.


Edición: Estefanía Cardeña


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