Las palabras que siguen son dedicadas a la distinguida figura del jaguar, Balam o Báalam, como fue llamado por nuestros ancestros mayas durante los tiempos antiguos. El jaguar nos invita a sumergirnos en su más íntima serenidad hasta la máxima expresión de poder durante el eco del rugido sagrado. Sin duda, a través de este bello felino tenemos el honor de contemplar una de las más hermosas creaciones del universo.
Mirar a un jaguar es arrojarnos a la inmensidad de los sentidos. El cielo nocturno se expande majestuoso a través de su piel moteada descubriendo extraordinarias constelaciones sobre el delicado lienzo dibujado por ondeantes caminos de estrellas, desvelando galaxias circulares donde nuestra mirada se pierde en la lejana profundidad del universo. Esa ha sido la misión del jaguar, llamarnos desde el lenguaje oculto del corazón para elevar conciencia y perpetuar su legado ancestral.
Desde miles de años atrás, el magnífico jaguar se internó en las profundas cuevas, recostó pacíficamente su cuerpo en las alturas de los árboles, nadó cauteloso bajo el agua y con cada recorrido, mantuvo el equilibrio de todo el vasto continente americano, haciendo de éste su imponente reino.
Un día, ante su dorada mirada y redondas pupilas se desveló la imagen anunciada desde el tiempo mítico: la presencia de nuestros antepasados. Leal a su misión de protector y guardián espiritual, acompañó a nuestros ancestros con sus sigilosos y elegantes pasos, escoltó cada ruta caminada por el ser humano, abrigó cálida y ferozmente los territorios donde buscaron refugio los primeros pobladores. Consecuentemente, nuestros antepasados desentrañaron el mensaje secreto del jaguar, entablaron el diálogo más allá de la palabra, el del intercambio de miradas, el lenguaje de las ofrendas, los cantos, los rezos y el humo perfumado, entretejiendo su imagen en la mitología y expresiones religiosas como símbolo de poder, sabiduría, lealtad y belleza.
Así, la coexistencia entre el ser humano y el jaguar permitió integrar sus rasgos y cualidades en las múltiples representaciones de la cosmovisión maya. Se consideraba que el espíritu protector del jaguar guardaba las cuatro esquinas de la tierra, guiaba el camino de los sacerdotes, moraba en el mundo de los dioses, de los vivos y de los muertos. Su misteriosa ambivalencia danzaba entre el resplandor diurno y la sombra nocturna, redondeaba el cielo, la tierra y el inframundo, conllevaba la génesis y destrucción, representaba la guerra y el sacrificio.
Hoy en día, en cada rincón de los sitios preservados de las culturas prehispánicas continúan cautivándonos los enigmas del jaguar: se erige magnífico, engalanando grandiosamente las construcciones monumentales al tiempo que es atrayente su discreta figura tallada exquisita y delicada en diminutos huesos, en pulcras vasijas y en selectos diseños de joyería. Se alza como emblema del misticismo, de la espiritualidad y cautela para intempestivamente mostrarse como supremo guerrero, como bélico protector de los reinos del pasado y de los descendientes mayas en el presente.
Ahora bien con todo esto detrás de este majestuoso animal, debemos hacer conciencia sobre su actual fragilidad como especie y los riesgos que enfrenta: su extinción, la deforestación de su hábitat, la caza, la urbanización y el mercado ilegal. El jaguar, demanda nuestra acción y conciencia ante las aterradoras amenazas a su alrededor. Por ello es urgente reconocer su papel como portador de salud ambiental de los ecosistemas para que su huella continúe dibujándose elegante, firme y poderosa en cada uno de sus pasos.
Recordemos, que, desde tiempos inmemoriales, los seres humanos y los territorios del mundo fueron custodiados por el poderoso espíritu del jaguar. Sin embargo, este diálogo va apagándose en el tiempo y con pesar, vamos ratificando nuestra posición como su único depredador.
Está en nuestras manos preservar el errante sagrado lienzo de la noche, la impávida presencia, las eternas pupilas y el estremecedor rugido de un animal que es el cosmos mismo.
Patricia María Balam Gómez, es antropóloga social, colaboradora eventual del Centro INAH Yucatán.
Coordinadora editorial de la columna:
María del Carmen Castillo Cisneros; profesora investigadora en Antropología Social