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El alcatraz de los caimanes

En la mentalidad de los ''Trumps'', los lugares remotos y de difícil acceso son adecuados para castigar
Foto: Ap

Conocí la Reserva de la Biosfera de los Everglades, en Florida, en 1989, cuando tuve el privilegio de participar en un curso multinacional de capacitación en materia de áreas protegidas marinas y costeras, donde aprendí buena parte de lo que sé acerca del quehacer conservacionista. Aunque se trata de un humedal complejo, lleno de matices y con una importante interacción con ecosistemas marinos y costeros, una manera sencilla de describirlo es como un vasto río de pastos: un pastizal surcado por una extensa lámina de agua dulce y somera, que varía su extensión y profundidad en función de la precipitación pluvial. Salpicada de lo que en la península de Yucatán denominaríamos petenes, cubierta en sus porciones más elevadas por bosques de pinos del Caribe y palmitos (Serenoa repens), es el hábitat de una cantidad considerable de aves marinas y continentales, incluyendo rapaces como el águila pescadora, además de panteras, venados de los cayos y, desde luego, caimanes americanos (Alligator mississippiensis), entre muchas otras especies. Por supuesto, como en todo humedal tropical, no pueden faltar los mosquitos. De hecho, me sorprendió que a finales de los años ochenta la reserva de los Everglades llevó a cabo una campaña de conservación de los mosquitos, bajo el lema de “una gota de tu sangre contribuye a conservar un ecosistema".

Una de las más recientes bufonadas siniestras del hombre naranja de la Casa Blanca (que da más miedo que el Joker de Joaquin Phoenix), asistido por su patiño, el gobernador de Florida, Ron De Santis, fue colocar en medio del área protegida más importante de la entidad, un campo de concentración (porque de eso se trata, aunque no lo llamen así) para encerrar a quienes se les endilgue el absurdo sambenito de inmigrantes ilegales. No importa que después un juez – o jueza – federal haya determinado que el centro de detención debe ser cerrado en un plazo de sesenta días. El precedente se ha sentado, y el daño está hecho. En la mentalidad represora de los “Trumps” (porque desgraciadamente el tipo no es único ni irrepetible) cabe muy bien la idea de que los lugares remotos y de difícil acceso son adecuados para castigar a quienes les resultan incómodos, sean criminales o no.

La caricatura que actuaba el señor Trump cuando anunció la apertura del Alcatraz de los Caimanes es una muestra más de la dimensión de su ignorancia. Verlo bailotear dibujando eses en el aire con los brazos, tratando de explicar cómo tendrían que hacer los detenidos para intentar escapar de su nuevo juguete, prueba que al señor le importa un bledo enterarse de cómo funcionan las especies en la naturaleza – y la naturaleza misma – y se conforma con lo que alguna vez disfrutó en la versión animada que hiciera Walt Disney de la aventura de Peter Pan. Cualquiera de los Seminole que se ganan el sustento brindando a los turistas espectáculo de lucha contra caimanes, sabe bien que el que se ostenta presidente de la nación no tiene idea de lo que dice cuando pretende convertir a estos reptiles en vigilantes.

Pero quizá el impacto ambiental de esta prisión no sea lo más importante, aunque haya sido la razón que encontró la corte para ordenar su clausura y desmantelamiento. Las imágenes que han circulado, de fila tras fila de literas encerradas en jaulas de malla, dentro de carpas que no resultan precisamente apropiadas a las condiciones meteorológicas de la península de Florida, demuestran otro de los rasgos característicos del régimen de Donaldo. Su absoluto desprecio por los derechos humanos. Imposible imaginar una vida que contenga algo parecido a la dignidad y la salud de las personas. Aun si se tratase de criminales debidamente sentenciados por una corte a sufrir penas de confinamiento, las instalaciones resultan un castigo cruel y excesivo. Encima, los detenidos que se envían a habitarlas no son más que migrantes, a veces incluso migrantes legales. El Alcatraz de los Caimanes, junto con la pretensión del señor Trump de rehabilitar como cárcel lo que hoy es un monumento histórico, en la Isla de Alcatraz de la bahía de San Francisco, pinta de cuerpo entero al régimen que hoy padece nuestro vecino del norte: a quien se opone se le amenaza, persigue, reprime, encierra y atemoriza.




Una señal más de que, en contra de lo que podría ser un proceso civilizatorio, sufrimos en el mundo una involución que normaliza la intolerancia, el miedo, la superstición y la violencia, convertir la Reserva de la Biosfera de los Everglades en la sede de un instrumento de opresión que regocija al presidente de la potencia y sus seguidores, es dar al traste con uno de los rasgos más humanistas de la cultura americana. Como área protegida, esta reserva resulta ejemplar, mucho más allá de dar un lugar a los mosquitos en el equilibrio del concierto ecosistémico. Su plan de manejo fue formulado con base en un esfuerzo colectivo de planeación, que atravesó por la búsqueda de consensos que pudieran armonizar los intereses de residentes locales, ciudadanos urbanos de la pujante ciudad de Miami, pueblos originarios de Florida, organizaciones conservacionistas, académicos, empresarios y los diferentes niveles de gobierno que intervienen en la región. Los programas operativos que surgen año con año para la ejecución del plan se diseñan también a través de la realización de talleres orientados a la construcción de acuerdos. Al menos, así era a finales del siglo pasado. La demanda de agua para consumo humano, que crecía con el aumento de la población y su demanda de servicios, empezaba a generar una presión comprometedora sobre el agua dulce que fluía por la reserva. Intervino entonces el cuerpo de ingenieros del ejército de los Estados Unidos, y construyó – y opera – una importante obra de infraestructura hidrológica que permite distribuir el agua de manera que se satisfagan las necesidades de la ciudad sin perjudicar las condiciones ambientales del humedal.

Al pasar de estas condiciones, a considerar que los Everglades sirven para aislar, vigilar y castigar a seres humanos que resultan incómodos al poder, debería hacer caer de vergüenza las caras de los habitantes de Florida, que tendrían que ser los guardianes de los humedales peninsulares.

Lea, del mismo autor: Duele Celestún


Edición: Estefanía Cardeña


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